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Llueve en un exterior que no respeto, que no conozco, al que no adhiero, al que desprecio, del que quisiera huir y al que, sin embargo, estoy encadenado en la derrota
Llueve. Profundamente llueve una irrisoria vastedad de charcos de agua y sangre, mezclados en un asfalto triste, innavegable.
El aire se ha hecho sórdido, con voz de campanario derruido y hay una opalescencia neblinosa que dibuja extrañas pantomimas en los focos de luz.
No se ve nada más que niebla y agua palpitando con una torpe arritmia en este momento por el que camino una calle que brilla como cualquier ataúd recién lustrado.
Llueve de manera otoñal sobre una vida que declina en silencio y se desvasta, franca y descorazonadoramente se desvasta, exenta de esperanza.
Hay niños en la calle. Hay mujeres con niños en la calle. Hay hombres y mujeres con niños en la calle, que se pierden en agujeros húmedos, como figuras que desaparecen del orden de las cosas.
La soledad se vuelve un raro agravio, mas no para mí, que soy un extranjero en una ciudad anecdótica e inventadamente cosmopolita for export, pero que en realidad expulsa todo lo que se le acerca o lo vuelve -de pronto- miserable.
Es una vida con final abierto, como una carta con final abierto, como un relato con final abierto, como tus ojos de final abierto que tratan de leer en mi boca cerrada, de qué se trata mi última amargura.
(De: Psicoámbitos)