Los puestos de vigía eran ácidos contra el viento vacío de balidos. Ácidos y solitarios como la destemplanza y la espera que jamás acaba en el olvido porque la geografía era un mundo hecho para gigantes y nosotros, pequeños y alejados, figuritas ocultas en la piedra como piedritas mínimas que se movieran solas al rozarlas el cielo.
La guerra estaba en el discurso de las cosas, pero desde allí no se veía y todo nos pasaba en el silencio.
Mis hombres y yo no estábamos seguros de qué cosa hacíamos en aquel lugar y nos limitábamos a acompañar la vida como la vida era: un esperar la muerte en el combate.
Los de allí tampoco sé si estaban convencidos de lo desigual. Suplían lo desigual con apostura, con entrega, con esa fe ardorosa que tienen los movimientos dignos. La causa era la tierra. La causa de los pueblos es la tierra, el lugar, una noción de patria que se busca y que a veces no está.
Yo convencía con eso a mis hombres de que no nos habían mandado a un “muere” equivocado, porque nosotros sabíamos de diásporas y de persecuciones y ellos me miraban con un gesto dramático que no decía palabras en aquella impetuosa inmensidad.
Granos de luz en tiempo de paisajes, esperábamos en las alturas la procesión de la muerte por los valles. Ansiábamos matarla por la espalda.
Imagen: Álbum de la tropa