Ese aroma a pan
quieto, tostado y quieto, le detuvo un momento la memoria. No solía ser ese el
olor del pan, allí. O sí, y era él quién no había reparado antes en esa
amabilidad del aire, ese bienestar frágil, de recuerdo infantil.
El aire, envuelto
en aroma a pan tostado y especias, iba arrobándole de a poco los sentidos, impidiéndole
la concentración e invitándolo a una mansa marea de hachís que su voluntad no
eludía.
Pensaba en la
mujer con la misma sensible persuasión de aquel aroma a pan que le golpeaba los
labios con corrientes tibias, territoriales, onduladas.
Pensaba en la
mujer con el instinto, con la lengua, con el gesto.
Saboreaba a la
mujer con el ceñido movimiento de los labios que seguían, ajenos, el ritmo
intermitente del pensamiento, correspondiéndolo con mohines casi involuntarios.
Tal como pensaba
en la mujer, su mano la apartaba, tratando de regresar, obstinada, al teclado.
Roguiel esperaba
una respuesta que no se producía en la pantalla.
—La conexión es
pésima– le había explicado antes a su interlocutor para evitar la video conferencia
y además y por el momento, prefería no mantenerla activa sino solamente en casos
como aquel, estrictamente necesarios.
Eran esos baches
de silencio entre la solicitud y la respuesta, en los que la mujer surgía, como
el pan, de un aire perdurable y místico, al ritmo de la necesidad de pisar
firme.
Imaginaba a la
mujer durante el espacio carente de respuesta y, en un gesto involuntario y típico,
extendía los dedos hacia sus ojos. Apretaba entonces, con el pulgar y el mayor,
los lagrimales, curvado el índice sobre la nariz, como si todo aquel movimiento
de su mano se convirtiera en una máscara que le evitara ver o imaginar.
Pero mantenía la
vista en la pantalla, el pan en el olfato, la mujer en la mente y el cremaster.
Luego se frotaba
el rostro con ambas manos abiertas, como si lo enjuagara de tantas sensaciones
que no tenían que ver con las preguntas que acababa de hacer sobre las dos
fotografías de “los que no sirven” que había enviado previamente por el teléfono
móvil.
A su piel
regresaba la mujer. No podía enjuagarse de ella el alma y quizás, se notara en
su forma de responder cuestiones que el interlocutor consultado, monitor
mediante, le hacía sobre su propia situación allí.
—Estás extraño,
Roguî– repitió la línea en la pantalla, algo que su interlocutor ya le había
dicho cuando él le mencionó la calidez del pan montada al aire que lo
circunscribía.
El interlocutor
había escrito “Ja,ja…¿te pasa algo?¿tú romántico, hablándome de pan?¿es algo
que tengo que…entender?
Y él había
refutado en la línea siguiente: “No, sólo hay olor a pan”.
“Pues ya es una
ventaja. Recuerdo que en nuestra última visita predominaba el olor a podrido” había
respondido el interlocutor y agregado un nuevo “ja,ja,ja”.
Sentía a la
mujer mientras sus ojos perdían los contornos de las cosas, fijos y abstraídos en
una nada turbia, hecha de vértigos.
La mente
disparaba sus conjuros por dentro del cuerpo, levantando los vellos,
ensalivando la boca, agitando, menudamente, la respiración y bloqueando al
mismo tiempo el diafragma con un dolor de contusión vieja que no sella.
Roguiel respiró
profundamente, venciendo la sensación de ahogo y transformándola en una
promiscua y exaltada, en que la mujer era un artificio de luz entre sus manos.
“Lo tengo. No
vas a creer esto, Roguî…Dios está contigo, hermano…Y de qué manera” decía la
línea que le interrumpió el terco manoseo de un cuerpo que no estaba.
Leyó en la
pantalla con actitud de felino dispuesto a dar un salto y lentamente, su boca
se distendió en una sonrisa ácida y ceñida.
“Ahora…¿vas a
decirme que te pasa a ti?” insistió el interlocutor.
“Congoja…Sólo
congoja” escribió Roguiel.
Cortó la
comunicación sin despedirse, volcando sobre el teclado la tapa de la laptop.
(De: El guión de Congoja)