Uno aprende a estar solo con la voz de la tragedia, mirándola. Aprende a valorar la desventura, la vida cuando se parte en dos o en cien pedazos, aprende el peso exacto de una lágrima y a cerrar también la puta boca, cuando siempre es mejor cualquier silencio que “cualquier” palabra.
Uno aprende a focalizar la resistencia dentro del corazón que se cuartea. Se come el corazón, lo escupe a un lado, lo corre de las vísceras, le dice: sheket. sheket. Y la tragedia ahí. Late en el aire, en los cuerpos ajenos, en las cuencas sin ojos, en la arena que corroe la mirada con esa condición de ruido ríspido, de ruido que se mete entre los otros ruidos y pica y te molesta con su asfixia.
El viento, que jamás hace silencio, entonces crece sobre las cosas como un silbo ruinoso, asimilable al estertor de un pecho asmático.
En la vacía inquietud, la vida es una situación inaparente. Sólo el viento. Sólo el polvo. Sólo esa voz inhóspita y sibilar, larga, chasqueante como llena de crótalos que vibran enredados en algunos espinos.
Los oídos se llenan de eso. Se pueblan de ese idioma de aire en rebeldía, vestido con andrajos que se vuelan.
No dije “caven”. No lo dije. Empecé a cavar y los que venían conmigo me imitaron, como si fueran viejos hacedores de trincheras, de esas trincheras de desierto, que se llenan de arena y que nunca se vaciarán del todo para que quepa el hombre.
La pala chocó con esa cosa blanda y resistente. Chocó con ruido a blando, a que chocó, a que algo hay ahí.
Después de un rato, la visión parecía un sueño de soldado, esos sueños del síndrome postraumático que no te deja en paz, donde todos son muertos, donde todos son pilas con muertos que te hablan, donde los muertos lloran, donde los muertos gritan y reclaman las cosas que no hiciste o las que hiciste, donde los muertos, despacio, se deshacen.
—Carajo…los tiran sin coser…Los tiran sin coser, como basura. Los tiran sin coser.
Frente a los ojos de los excavadores que acaban de desenterrar un sueño de soldado, hay una fosa. Una fosa común llena de niños negros. Una fosa común llena de niños y muchachos negros, que intentaron cruzar hacia la vida este desierto que se vuelve más desierto, más ancho, más extraño y mudo e invencible.
Se apilan así, torpes y eviscerados, algunos sin sus ojos, abiertos como reses, extrañamente abiertos, despanzurradamente abiertos, como sacos humanos que no contienen nada.
Niños negros sin patria y ahora sin órganos, echados en una pila que no tiene nombres, y que es sólo una pila en que se apilan cuerpos de niños y muchachos negros, como cosas negras que no tienen ni ciudad ni calendario. Sólo cosas vacías. Sólo cosas.
—Que alguien le avise a Amir que ya localizamos el vertedero.– digo.
Pero nadie obedece. Todos están absortos como muertos que han quedado de pie.
Imagen: Nuit blanche by Zaponk