Recordó, al
pasar, la noche en que decidió construir la biblioteca de madera, "con la
habilidad que Dios me dio", pensó, para albergar al fin la multitud de sus
libros que iban como pecios de una mudanza a otra, sepultados en cajas precintadas
con cinta de embalar sobre las que una burda etiqueta en tinta indeleble
contaba sus historias: literatura española, literatura rusa, literatura inglesa,
árabe, griega, rumana, alemana, italiana, turca, africana, china, hebrea,
japonesa, latinoamericana y así, una jungla de cosmopolitismo coleccionado en
tomos de todas las épocas y edades del hombre.
Una jungla de
cosmopolitismo, como él.
Mientras bebía,
abstraído en una parsimonia casi ascética, de sabio que ha desafiado todas las
incógnitas y ha aceptado, por fin, su supina ignorancia, se permitía la
tentación.
La mujer era una
joya tzabra. Una joya del rigor, abandonada a su esplendor tardío, a esa
cuarentena de esfinge inapropiada, arcilla de esmalte cocido en un horno
modesto del que habría emergido como un jarrón rotundo y curvo, de colores
sedosos y tostados.
Tenía la boca
grande, de labios aluviales y redondos como rodajas de un durazno prisco y los
ojos intensos como piedras profundas y caóticas que envolvían de luz los
ademanes de quién ella miraba. Y tenía, además, pechos extrusivos que sobraban
con su fuerza al escote, a punto de desplegar las alas y alejarse como
perfectos pájaros redondos.
Él, la observaba
dejándose observar por sus ojos de hombre que codicia.
Por momentos,
notaba en ella una incomodidad que le alteraba el armónico movimiento de la
respiración, dominada al instante, cambiando de actitud una y otra vez, como si
no se decidiera por un traje para lucir de gala su serena belleza yemenita.
Estaba seguro,
casi lo adivinaba por aquellos minúsculos tumultos: era una mujer ansiosa y
sola que combatía con emociones fuertes que no se vislumbraban en sus gestos
más que como un segundo tenso y áspero.
La batalla de
miradas duró un rato en que él se distendió con otras cosas y ella buscó
refugio en sus costumbres hasta que salió del bar con la suave soltura de un
camello, sensual y femenina, hechos sus ojos todos de pestañas, caminando a
través de un perfume oscuro y dulce.
Él hombre la
observó dejar el territorio y lo dejó también, con un gesto de fiera que se
encela. Abandonó la tácita armonía por la estimulante agudeza de la caza.
La mujer
esperaba en la terraza, junto a la baranda de metal tejida con enredaderas que
asfixiaban la noche con aromas. Su cabello torrentoso y brillante era una luz
de viento.
Él se apoyó a su
lado y le ofreció la copa que traía.
La mujer la
aceptó mirando el mar.
—Eite.– se
presentó al volver los ojos.
—Roguiel.–
respondió él y la miró beber el Negroni mientras la boca curvaba una sonrisa.
Franz Grübber se
les unió un rato después porque pensó adecuado dejarlos presentarse mientras él
aprovechaba un whisky antes de que comenzaran los ensayos.
(De: El guión de Congoja)