"Quien salva a un hombre, salva al mundo".
(Talmud)
(Talmud)
“No tenés paz,
hermano” me dijo la persona a la que ahora que conseguí un poco de banda cerca de
la frontera, miro mandar una foto desde un Madrid del que opina para todos sus contactos del google+ que Madrid es una metrópolis ruidosa en
el centro, con gente muy bien vestida y nos cuenta que además ha visto una boda y también un funeral. Dice que en Madrid se
come y se bebe mucho pero está todo carísimo. Y agrega que lo que tienen en El Prado no
tiene precio, para terminar el posteo de google+ con un fuerte
abrazo, para todos.
Pensé en mandarle
un saludo desde Siria, pero luego también pensé que podía tomarlo como una
ironía o que mi saludo podía refrendar sus palabras y hacer cierto eso de que
“no tengo paz”.
“No tenés paz,
hermano”.
Sin duda me
busco mis porqués y acá ando.
De mi última
incursión a los infiernos por esta adicción tan mía a no tener paz, he regresado
ciego. Mis ojos se han quedado entre las ruinas y me han vuelto este ciego ruinoso,
demolido, que conoce ese Madrid ruidoso y provocativo que a ella la deslumbra y
este país deshecho, donde todo lo humano resulta una derrota.
Siquiera tengo
ganas de escribir y me pregunto si tener un poco de paz en esta puta tierra
significa tener que mudarse a un pedo que nos exima de la responsabilidad de
ver al resto de los hombres muriendo por causas que no lo justifican. Sin
embargo, no soy quién para juzgar las otras miradas. La mía es ésta que ve ésto.
Es la forma que elegí para mirar alrededor de mí. Los demás han elegido otras.
“Si vas a entrar
no pienses que vas a poder salir. Se entra. No se sale.” te dicen en cualquiera de los pasos
fronterizos.
Lo que quiere
decir que te morís adentro y aún así llegan Médicos sin Fronteras y voluntarios
que se mimetizan y tratan de ayudar (“porque no tienen familia que cuidar y
mantener y por eso se les da por ahí”, me dijo la persona que viajó a Madrid en un
alarde de no sé qué cosa que no sea la más pura y dura ignorancia). Y hay
sacerdotes, como el católico de Alepo, que le harían honor a cualquier Dios que
sirvieran o que en realidad, le hacen honor al Dios de todos los hombres,
porque dictada su sentencia de muerte, ahí se queda a morir. Yo he visto huir a
otros del Congo. Este chileno se queda aquí a morir.
Gente que salva
gente. Gente que ayuda gente. Gente que mete las manos en un mundo en que otra
gente mete ideas idiotas como ésta:
“No tenés paz,
hermano”
en un mundo sin
paz y sin hermanos.
El agobio se ha
impostado a mis gestos aunque trato de mantenerme verosímil.
Anda conmigo el
caos.
Hice mi teshuvâ
y llegué a mis mitzvot, pero sigo estancado en esta paradoja de mí mismo,
mientras nacen las 5 de una nueva mañana y seguimos sin agua después de un Iom
Kipur que guardamos callados y obedientes.
Ari entonó muy
bajo el Kol Nidre y lo escuchamos y seguimos su voz. Luego, el silencio. Tuvimos
que hacerlo en esta tierra extraña y enemiga, porque no conseguimos volver a
nuestras casas.
Aún estamos
aquí, como una isla a la que ha rodeado un huracán.
*
*
Es la tercera
vez que fallamos en llegar al objetivo. Contrarreloj, la vida.
Todos sabemos
que a esta altura lo más probable es que cuando hagamos contacto, sea con
cadáveres.
El escenario
cambia vertiginosamente, como si el constante sonido de la artillería fuera
modificando lentamente la tierra a medida que nos internamos en un camino que
se borra detrás de nuestra vida conforme avanzamos por él.
*
Seguimos
atrapados. Atrapados e inmóviles. Inmóviles y atrapados. Seguimos escuchando
ambos fuegos, viendo las columnas de humo, oyendo la vorágine.
Seguimos
atrapados y sin agua. Seguimos atrapados. Contrarreloj la vida.
“El objetivo ya
debe estar muerto”, digo en voz alta. Los otros hacen como que no me escuchan.
Yo pienso que igual vamos a seguir hasta encontrarlo.
*
Sobre mi cabeza
hay estrellas. Pueden verse por encima del humo. Avanzamos unos cuantos
kilómetros de ruinas y de muertos. Sorteamos tumbas de escombro que se incendian.
A los ojos les sobran los pedazos de tanto ser humano. Perdimos uno de los
vehículos en el fuego cruzado entre dos grupos que luchan contra los regulares
sin hablarse. Nadie se dirige la palabra porque cada uno tiene su propio
objetivo y los objetivos no coinciden entre sí. Nada coincide, casi como en el
mundo en el cuál la única coincidencia es ignorar.
*
—¿Por qué no
terminas de retirarte?– quiere saber Avi, recostado junto a mí, que escribo.
Antes me
preguntó la edad y sonrió con cierta sorpresa cuando se la dije, mientras
murmuraba entre los dientes de su sonrisa “pareces más joven”.
Yo no lo sé. No
sé por qué no termino de retirarme, como dice Avi. No sé por qué no me voy a mi
casa a permitirle a mi suegra que me ponga gordo y a Ruth que regrese a tener
un husband con el que pueda pelear todos los días como una buena esposa.
—Es lo que hice
toda mi vida.– digo, por decir algo–Rescate.
Pienso, mientras
pronuncio, la amplitud que tuvo en mi vida la palabra “rescate”.
El cielo
resplandece atronador igual que si nos hubiera atrapado una tormenta.
*
No conseguimos
agua. El aire está sostenidamente calmo. Mirar hacia atrás es saber que no
podemos regresar, que la puerta de la vida se cerró a nuestras espaldas y que
dependemos de la nada. Los escombros chirrían debajo de los pies. Oscurece con
suavidad. La soledad se vuelve repentinamente tan grande como el mundo entero.
Dani quiere
saber si es cierto que yo fui uno de los que fue a Somalia.
Ari le responde
que también a Sudán.
Yo ni siquiera
consigo hacer un gesto mientras el chico me mira como a un prócer de las causas
perdidas.
*
Conseguimos
conexión satelital a través de la banda del ejército. Avisamos a nuestras casas
que estamos bien. Avisamos que todavía no pudimos hacer contacto. Que llevamos
tres intentos fallidos. Nos responden que corre el reloj. Pienso en lo que leí.
Pienso que quisiera discutir lo que leí. Estoy seguro que no sueno a héroe. O
es esta antiheroicidad que me posee ¿Me pinto como un héroe cuando escribo? O
en realidad, las causas en las que participa mi antihéroe son de por sí causas
heroicas, como esta de aquí, hoy, bajo este cielo. Todas las causas perdidas
son heroicas.
Tantos muertos,
pienso. Tantos y tantos muertos. Tantos y tantos muertos en pedazos que no se
pueden enterrar porque todos alrededor son de esos muertos o porque nadie queda
vivo alrededor.
—Parece Bosnia.–
digo, casi para mí mismo.
Dani se asombra.
—¡¿También
estuvo en Bosnia?!– exclama, fascinado.
Yo pienso que no
sé dónde no estuve. Y me quedo callado.
*
Conseguimos un
segundo vehículo. Ellos esperan mientras lo pongo en marcha como en mis buenas
épocas de grasa y de motores. Me gustan los motores. Me gusta la mecánica
bastante más que la carpintería, aunque como Pedroni, "cuando estoy triste
lijo" (no mi cajita de música pero sí las maderas de mi biblioteca, para que
se me pongan "las manos verdes en las noches de lluvia").
Ellos cubren los
puntos cardinales mientras yo trato de revivir el vehículo muerto del que
quitamos primero los cadáveres. Le pertenece a nadie.
—Mientras no sea
del régimen.– susurra Ari, cuando escucha el motor.
*
Es el cuarto
intento. No hay dos sin tres y la tercera es la vencida, pero éste es el cuarto
intento de llegar al objetivo.
El contacto es
brutal. Así debe ser en estas circunstancias en que todos los fuegos se
disculpan en un solo fuego, se disipan en un solo fuego, se transforman en el
único fuego que replica un incesante tabletear.
—Pero…¿no eran
dos?¿Por qué hay seis?– pregunta uno de los muchachos.
—Siete y
seis…trece…Ialâ, ialâ.
Ahora solamente
nos queda salir de aquí.
Mientras
retrocedemos pienso en la canción de Serrat y escucho el fuego que nos acribilla:
"No es que no vuelva porque me he olvidado. Es que perdí el camino de
regreso".
*
Creo que no
entienden qué pasa o quiénes somos. Nos miran aterrados, sin entender qué les
decimos. No alcanzo a precisar si alguno de los seis nos escucha mientras les
explicamos. Parecen las fotografías de un álbum de insanos con los rostros
demudados por un espanto al que no consiguen acceder nuestras palabras,
nuestras indicaciones. Sólo obedecen a nuestros empujones y se encogen como
basuras mínimas cada vez que movemos nuestras armas en el radio que también
ocupan sus cuerpos. Necesitamos que se basten a sí mismos, pero no lo hacen,
como si de verdad fueran sólo fotografías de rehenes pero en tamaño natural.
*
Ni Ari ni yo nos
planteamos por qué hay seis. Para el caso no es lo mismo, pero hay seis y no
sólo los dos que vinimos a extraer. Sólo hay seis, punto. Seis conejos que
corren entre una jauría de perros excitados que los cuida. Esa es la imagen que
siento que damos mientras corremos y saltamos entre los escombros, buscando
mantenernos a cubierto de los francotiradores hasta llegar a los vehículos.
Un animal
monstruoso y epiléptico que arrastra entre las piedras una parte de su cuerpo
paralítico.
Ya llevamos dos
heridos de baja consideración pero heridos al fin. Y se refresca la idea: “Vas
a entrar pero no vas a poder salir”.
“No, no, contra
las aberturas, contra la pared a los lados de las aberturas”, les explico a los
seis para los que todo es un ritual de obediencia que ejecutan temblando y
sollozando. Seis ánimas que huyen a través del mundo de los muertos, ahora se
enfilan acurrucadas contra las paredes de una ruina en la que conseguimos protegernos
de la lucha exterior. No es nuestra lucha la que sucede afuera. La nuestra es
otra lucha dentro de ella.
—Están
deshidratados.– nos avisa el joven médico que viene con nosotros y usa gruesos
anteojos de marco resistente atados alrededor de su cabeza con una banda
elástica para que no se le deslicen mientras corre.
Pero nosotros no
tenemos agua.
—Si dejan de
llorar nos harán un favor. No desperdicien líquido.– les digo a esos seis
rostros de ojos descompuestos que todavía no alcanzan a entender qué es lo que
pasa.
Los míos se
sonríen.
La respiración
de todos, apretados contra las paredes casi como formando parte de ellas, es un
hondo raspar, un sonido jadeante y superpuesto a los disparos.
*
*
En el aire se ha
producido un espasmo de silencio. Flota un traje de humo entre las cosas. Todo
parece incorpóreo.
Observamos desde
nuestra posición la calle vacía.
La falta de estruendo
resulta como un taponamiento en los oídos, una sordera momentánea y crucial.
Pasan varios
minutos.
Afuera, sólo el
humo, el polvo del escombro, un sol que va cayendo.
Mientras resbalo
contra la pared que me protege, pienso en que tengo sed.
*
*
Salimos a
conseguir un tercer vehículo porque no hay forma de mover tanta gente sin
perecer en el intento.
Los conejos siguen
aterrados. Inmóviles, obedientes, gemidores. Les hablamos y responden con
gemidos. Ni siquiera usan palabras. O gimen o se callan. Cada vez que movemos las
armas, se protegen.
*
Ahora que hay un
poco de estatismo, Rofê los revisa con cuidado. Ellos se lo permiten. Establecieron
un único vínculo con ese joven médico que les habla pausado y limpia sus
heridas. Tiene una cara joven y armoniosa que con seguridad les transmite más
humanidad que cualquiera de las nuestras.
—Parece que
hubieran estado mejor antes.– protesta Dani– Deben haberse convertido, por eso
nos tienen tanto miedo.
—Imagina que
como cristiano corres entre francotiradores jihadistas acompañado por siete israelíes. No te verías
muy contento tú tampoco.– le responde Rofê.
—Bueno, soy un voluntario israelí que corre rescatando a seis cristianos mientras le dispara un batallón de jihadistas ¿Es lo mismo, verdad?
—Bueno, soy un voluntario israelí que corre rescatando a seis cristianos mientras le dispara un batallón de jihadistas ¿Es lo mismo, verdad?
Todos reímos,
menos los conejos.
Además del
vehículo, conseguimos agua. Aprovechamos la oscuridad para desaparecer de este
lugar.
La frontera está
cerca. La paz no.
(Iton golani)