“A
través de las tierras amarillas pasaban todos los caminantes que iban desde un
punto a otro. Así se decía: de un extremo a otro.
Los
caminantes se desplazaban en grandes hileras, siguiéndose, como largas
serpientes lentas. No caminaban a la par sino en fila y a veces se los oía
cantar desde muy lejos, cuando la música era el único remedio a la distancia.
Las
tierras amarillas eran infinitas. Nadie sabía si los que caminaban en fila
llegaban alguna vez al otro extremo que buscaban o fundaban una aldea en su
camino, cansados de andar. Tampoco se sa-bía si regresaban por su derrotero de
ida o el Enemigo daba cuenta de ellos en algún trágico momento de la marcha.
Las
tierras amarillas tenían pocas aldeas, como manchas que desaparecían, en las
que los caminantes hacían alto para abastecerse o para abastecer.
Llegaban
a veces con sus animales cargados y comerciaban con los lugareños. Muchos
lugareños, también, se iban con ellos. Se unían a sus filas y dejaban las
aldeas más despobladas y solas de lo que eran ya.
Los
habitantes de las tierras amarillas eran entonces todos los que caminaban por
ellas en un sentido o en otro. Cuando se cansaban de andar, fundaban una aldea en
la que se recuperaban del cansancio, para luego retomar la marcha una y otra
vez.
El
estar en continuo movimiento, cambiando de lugares, se decía que evitaba los
ataques del Enemigo, ya que nunca encontraba a los habitantes donde antes
estuvieron y las aldeas desaparecían con ellos cada vez que ellos se ponían en
marcha.
Las
tierras amarillas eran como sus habitantes: migratorias. Se subían al viento y
podían cambiar su forma.
Eso
también confundía al Enemigo, porque de un momento a otro, el paisaje cambiaba
como en un juego de piezas móviles y todo lo que estaba dejaba de estar y
aparecían cosas nuevas, que nunca habían estado.
Pero
el Enemigo encontró la forma de hallar a los caminantes.
Un
día, el agua se subió al viento y desapareció. Dicen que se quemó, como los
árboles. Entonces comenzó la pestilencia porque los caminos se hicieron mucho
más largos y los animales empezaron a morir en ellos, igual que los caminantes.
El
Enemigo se llevaba sus cosas y sus huesos luego de que morían. Robaba sus cosas
y guardaba sus huesos para que nadie más los encontrara. De ese modo podía
sorprender a otros animales cargados y a otros caminantes, hasta que ya no hubo
animales ni caminantes.
Entonces,
el Enemigo se hizo dueño de las tierras amarillas, pero ya no tuvo a quién
robar ni a quién encontrar ni como vivir allí, porque el viento viajaba ahora
lleno de caminantes muertos y de animales muertos, esparciendo una y otra vez
la pestilencia que había quemado al agua y a los árboles.”
(Fragmento de los relatos de Espekqe eq de la novela "El viento que no cesa")