“África
es un Edén al que hasta Dios le ha dado la espalda”.
La
araña baja, regurgitada por un colmillo de sombra. Desde mi posición parece un
nudo de luz que dentro de la oscuridad se balanceara.
Observo
la araña mientras desciende con largas piruetas suaves, casi como con una muy
especial técnica de ballet. Aparenta un andar de puntillas y en tutú por el aire.
Igual
que ese curvo habitante, la noche alrededor es toda curva. Es un redondo,
envolvente escalofrío. Una boca en un grito. Una devoradura por la que
caminamos como hilos de saliva ansiosa que se atascan en la pastosidad de un
gran silencio.
Siempre
estoy disponible para la oscuridad, quizás hasta más que para las mujeres,
porque en la oscuridad del eufemismo puedo marchar descalzo sin cortarme las
plantas de los pies ni engancharme los genitales en alambre de púas. La oscuridad
me gusta como a un gato.
Al
final somos nueve.
Nunca
cuento a Jekyll en el grupo. Él es un polizón, un peso muerto que cargo sobre
el hombro de las dudas y a cada paso intento arrojar lejos. Aspiro a que extraviado
en estos mundos, demore en volver.
Luego
de mucho gestionar a través de un tiempo que se nos vino encima, somos nueve.
Gente de oscuridad recalcitrante, que gusta de caminar donde no hay luz y anda
tatuada.
Diría
que es una cuestión tribal. La tribu de los Hydes se tatúa, como señal de que
siempre está en guerra. Se tatúa con tinta y cicatrices, como animales viejos
que han peleado constantemente contra todos los enemigos de sus viejas jaurías
cazadoras. Animales de cueros ásperos, de pelajes hirsutos, de ojos lacónicos y
colmillos rotos.
Los
jóvenes que estrenan su ardor nos siguen y nos herederán. También tienen
tatuajes y las manos roídas por horas de gimnasio y exigencia en entrenar la
furia.
Los
viejos somos calmos porque la furia ha terminado por comernos el ansia y sólo
nos ha dejado un agujero por el que se escurrió toda migaja de fe.
Los
jóvenes, en cambio, son rabiosos y están alterados de pendencia. Discuten
tonterías entre ellos como si necesitaran quitarse una llaga de adentro antes
de que se les transforme en el agujero por el cual se caerá, indefectiblemente,
la esperanza.
Los
viejos hemos sido jóvenes, por eso a veces intervenimos en sus estupideces con
los dientes afuera de haber perdido toda docilidad. Nuestros dientes explican
que ninguno de nosotros tiene amigos y que es capaz de sacrificar al que se
cruce si se pone molesto durante la marcha.
Yo
sacrifico a Jekyll. Siempre lo sacrifico. Pero el hijo de puta nunca muere.
Vuelve
como los perros masticados, hecho sangre y jirones, pero vuelve. Como los
perros, vuelve.
(De: Poiesis de las barcas - ciertos diarios de Hyde)