La carta de la tierra
El
hombre de las palomas está tieso como un niño de barro. Permanece en la
ausencia.
Las palomas que lo parasitan devoran los ásperos mendrugos de su pan. Él lo declina porque no tiene dientes y debe chuparlo un largo rato como si fuera un pezón de harina hasta que su saliva lo disgregue.
Las palomas que lo parasitan devoran los ásperos mendrugos de su pan. Él lo declina porque no tiene dientes y debe chuparlo un largo rato como si fuera un pezón de harina hasta que su saliva lo disgregue.
Las
palomas que acompañan al hombre atacan los mendrugos con enérgica entrega
alimenticia. Luego vuelven al hombre y se quedan con él como si fueran perros.
Nosotros,
lejos ya del hombre que nos mira, parecemos grandes buitres de barro. Buitres
rotos y rojos, también pulverulentos, desplumados de sol, con los músculos torvos
de cansancio y un sudor pegajoso que empapa con su oscuridad las camisetas.
En
realidad somos grandes buitres de barro presumido, que saben masticar los
esqueletos de su propia historia. Buitres con dientes, casi pterodáctilos, que
regresan a pie desde el íntimo fondo de los sismos.
La gente
de la aldea nos ve curiosamente. Nos miran como se mira un circo que aparece
con el atardecer.
Debemos semejar
grandes juguetes a cuerda para los niños que nos rodean y no nos abandonan.
Desde la
última tragedia han nacido muchos niños aquí, porque la vida se justifica en la
premura de su propia multiplicación. Esta, ya no es una tierra sin humanos,
pienso, aunque suene tal vez a un eufemismo un tanto desgraciado o
desagradecido.
En esta
aldea sola en su paisaje, hay un maestro alegre que tiene un aula alegre en la
que enseña a la infancia a ser alegre. Sus alumnos abarcan todas las edades y
los alfabetos.
Afuera
de su aula, también hay niños que no estudian porque sus padres se han quedado
atrás, en las costumbres clánicas, donde la hija mujer sirve y ayuda en su casa
hasta que un marido se la lleva y el hijo varón se encarga del ganado macilento
que conduce a buscar un pasto que no existe.
Aquí la
vida es un hecho melosamente lento que nos va embadurnando como el polvo y el
sol. Y nos ponemos dulces, como en gracia.
Cuando
las manos de cavar me duelen mucho, me voy con el maestro y conversamos de
educación como de sueños. Aquí se sueña en pródigo. Es como vivir en una
ensoñación, en un milagro, en una maravilla.
Ya no se
oye la guerra. Se ha calmado ese tronar difuso y esa repetición inacabable se
ha acabado.
Hay un
silencio en libertad ahora. Se puede oír al hombre y su trajín, la risa de los
niños, el poder de la broca tumultuosa que busca el agua con un temblor
violento y rotativo, el manso hacer de todas las mujeres, el mugir y el balar,
la cacofónica batalla de gallinas.
Quizás
todo eso escucha el hombre al que parasita un mundo de palomas.
Es una
antigua estatua de la tierra, cuando en ella todavía había lugar para anidar.
(De: La pasión triste)