Era
crédulo cuando llegó el desahucio que arribó
como las cosas obligatorias llegan a las vidas de las gentes para
cambiar sus rumbos.
Liberia
fue el desahucio y él aún era crédulo y se obstinaba en la fe de los crédulos
que quieren tener fe y se juegan la vida por tenerla.
Su
credulidad era sencilla, franca, tan impráctica como impracticable. Era una
credulidad ostentosamente boba y férrea, insolente para con los demás y peligrosa
para consigo mismo.
Mientras
piensa en Liberia observa las cicatrices en el violento mapa de su cuerpo. En
él están orográficamente descriptas las derrotas de su historia, del descenso
de fe, de los cambios de rumbo en un destino siempre malherido y de este
impasse actual en que resiste casi insensible al tacto de la muerte, también él
como una cicatriz.
La
historia que ha vivido está plagada de niños que suplican y de niños que lloran
vacíos de cobijo y aterrados. Está plagada de niños refugiados que no tienen
refugio bajo fuego y claman y sollozan o se quedan pequeños, silenciosos,
temblorosos, minúsculos, arrinconados en la poquedad que les queda de vida
hasta la bala, la granada, la mina, el bombardeo o simplemente un hombre armado,
a pie, del otro bando, que arrasa con sus vidas y sus pueblos en un injustificado
porque sí.
Se
agolpan en sus sienes esos niños insalvables, caducados ya antes de nacer en
estos “sin espacio” de la voracidad con que los hombres matan hasta el último
origen que les queda. Los escucha temblar con el temblor del aire, como si
agitaran alas mochas, alas quebradizas sin vuelo y ese agitar constante de
todas las huídas fuera rompiendo, astillando, el soplo en el que viven
momentáneamente.
Mira las
cicatrices y se mira, convertido también en cicatriz. Un tajo en un espejo roto
en que su cuerpo se reparte informe como un rompecabezas apilado sin gracia.
La
médica que alcanzaron a rescatar del incendiado puesto sanitario termina de
curar el pecho del hombre como puede, mientras él casi no la distingue en el
espejo frente al cual están.
Por
detrás de sus ojos, el hombre ve a los niños. Están arracimados en el único
lugar que queda en pie. Es una habitación en una ruina. Es una habitación que
se derrumba sobre los niños que cobija y que llegará al punto de aplastarlos protegidos
allí del fuego que devora a todo lo demás.
No se
puede salir a la intemperie, al descubierto donde queda el fuego y quedan los
disparos y quedaba el combate aunque, ahora, afuera haya un silencio acre y
crepitante pero ninguna voz. El fuego parece ahora estar solo con su obra de no
dejar la huella de la vida en ese territorio desarmado.
El
hombre recoge su fusil mientras mira a los niños que se aprietan unos contra
los otros y todos contra el fondo de ese lugar estrecho en el que flota el mal
olor del miedo montado sobre el humo del incendio y la sazón picante de la
pólvora.
La
médica ahora se ocupa de alguien más que también sangra.
Los cuatro
cooperantes que llegaron en busca de los niños con parientes que puedan
recogerlos, tratan de calmar el enjambre que tiembla pero ellos también
tiemblan, estrechos y encogidos como perros, apretando a los niños con su
pánico.
Sólo
pueden llevarse de allí a aquellos que tengan donde ir, algún pariente que
pueda recogerlos en algún sitio al que no alcanzó la guerra, todavía, dice la
orden que los autoriza.
-¿Y con
los otros qué?- pregunta el hombre al cooperante a cargo.
Cae la
noche humeante sobre todos.
Ha
empezado a llover.
Se apaga
el fuego.
Imagen: Disadvantaged children by Thomas Tham