Quizás hubiera balcones en su
nombre que asomaran despacio hacia la luz, pensó el hombre al pasar, mirando a la muchacha como
a una estatua que cobrara repentinamente volumen en sus ojos, cuando la halló
detenida en el pórtico, observándolo tal como él hacía con ella.
De
inmediato quitó de su mente la idea porque necesitaba el espacio para otras
acordes a la función y a la responsabilidad y retiró los ojos de la figura
frágil, de dócil aspecto aterciopelado, como si dejara de codiciar una rosada
fruta inaccesible.
Analisse
no le parecía inaccesible, pensó luego. Le parecía más bien inexistente, como
un ánima que surgía con intermitencia en algunos lugares del castillo,
materializándose en los momentos de contraluces tenues, idéntica a un reflejo
que ha desaparecido.
La
figura de la muchacha, en ese claroscuro en el que se manifestaba, resultaba
para aquel hombre acostumbrado a mirar los lados filosos de la vida como una expansión
poética, un perfume que llega en una mano del aire a repoblar la memoria con
buenas intenciones. Por eso, él detenía la mirada en ella cuando coincidían en
algún espacio de La Fortaleza y permanecía prolongando el segundo antecesor a
la desaparición. Ella hacía lo mismo.
Se
miraban, ambos, como una cuestión de identidad, definiéndose a través del otro
en esa antípoda plácida que representa el medio entre la gran serenidad y la
violencia.
No
se hablaban ahora y no se habían hablado desde que él llegara como un amante
trágico que no abandona el luto por una vieja muerte indefinida.
Analisse
pensaba al hombre en esos términos porque era eso lo que había extraído de sus
ojos y así había comentado con Frau Bertha cuando la mujer pálida y ácida la
reprendiera por mirar de manera indecorosa al nuevo miembro de aquel personal
sórdido que pululaba con armas y handies por todos los pasillos igual que un
invasor.
Frau
Bertha había señalado que los uniformes no debían impresionar a Analisse. Ni
los uniformes ni su contenido, recalcó, con el aire doctoral que empleaba ejerciendo
su función de institutriz todo terreno.
Pero
sus aseveraciones se aproximaban más al mal concepto que le merecía aquel nuevo
personaje de la fauna castellana que a proteger a Analisse de algo.
Aquel
hombre manifestaba una vulgaridad contestataria que mantenía en alerta al resto
del personal.
Desafiaba
a La Señora sin que se le moviera un cabello ni se le alterara un gesto.
Contestaba con arrogancia y desparpajo, como forzando situaciones incómodas que
el resto deploraba y en las que no conseguía situarse, de modo que todo acababa
en un duelo de ideas y respuestas afiladas entre La Señora y su Jefe de
Seguridad, excluyendo de la participación a los que hasta el momento de la
llegada del éste eran responsables de las charlas en circunstancia de la reunión
alimenticia.
Analisse
siguió la sombra del hombre con los ojos como a un animal largo que se fuera
arrastrando hacia una guarida bajo tierra.
Así
lo había plasmado la muchacha en alguno de los muchos dibujos con los que
cultivaba su espíritu sonoro. Lo había bosquejado como ella recibía la imagen
de aquella ruda tenacidad opaca con la que el hombre parecía imbuido. Y había
bautizado a los retratos que ocultaba como algo propio y suyo con el nombre de
“la fiera sin hogar”.
Desde
el fin del camino por el que la mirada de Analisse lo había perseguido, Ioran
Jeirch volvió los ojos y apenas sonrió.
(Upon the times)