El silencio tiene pestilencia a
desinfectante. Penetra, lo mismo que el olor, por los sentidos que se mantienen
en un alerta triste.
Contra la pared, el banco en el
que intento acomodar los huesos es duro. Todos los bancos de hospital tienen
esa rigidez inhóspita, como si en realidad no estuvieran diseñados para que
alguien los ocupe, sino para rechazar a los que llegan apretando dolor entre
las manos.
Yo, sin embargo, tengo la
sensación lívida de que mis manos van quedando vacías, hasta de dolor.
Intensamente cadavéricas, huesudas como son, casi esqueléticas bajo el forro
dolido de la piel, van vaciándose de voluntad y de esperanza, transformándose
en un hueco cada día más socavado en su fondo interminablemente hondo.
Miro mis manos. Son dos pájaros
muertos que se descomponen de silencio.
En los ojos el hueco es más
profundo que aquel entre mis manos. En el fondo de mis ojos se respira el
infierno. El personal y el añadido, ambos se respiran como feroces borbotones
de brea que se transforma en agua al borde de los párpados.
Mandé a dormir a Kioni. No se
lo sugerí. Se lo ordené.
Ella es dócil conmigo,
femenina. Es una indescriptible gata negra que se mueve como si ondulara en un
agua sombría. Apenas protestó frente a mi orden de hombre. Bajó sus ojos y se
fue callada, siguiendo los pasos del chofer que me trajo hasta este rincón del
hospital.
Kioni y yo tenemos a dos niños
internados aquí, después de la última escaramuza sobre el límite.
Un bebé al que un machete le
rebanó una oreja al matar a su madre. El tajo le ha llevado con el refilón
parte de la mejilla y le ha cortado los músculos del hombro y desprendido
prácticamente un brazo. El médico piensa que el bracito va a quedarle inútil si
consigue salvarse de la infección que crece y de la pérdida de sangre que
apenas conseguimos contener al recogerlo.
La niña está quemada. La mitad
de su rostro es de ceniza, lo mismo que su cuerpo.
Es difícil calcular la edad de
ese cuerpo retorcido lo mismo que una carta que no se quiere leer y se arruga
en un puño, pero Josecito, el médico de la Delegación, le calcula tres años, no más.
Llevamos tanto tiempo
trabajando el rescate de niños, que en Kioni ha despertado la mujer. Ha
despertado esa mujer que ansía hijos que no podrá tener y como un animal hembra con
un falso embarazo, adopta lo que encuentra y que nadie más quiere. De algún
modo adoptó a estos dos niños. Yo firmé el protocolo de cuidado intensivo diciéndole
al médico: ¿Ve usted algún otro padre por aquí?
Los niños están graves. Yo lo
sé. Kioni tiene esperanza.
El médico que los recibió llega
a veces a conversar conmigo. No me alienta y me aconseja que no aliente la
esperanza en Kioni. Hablamos mucho sobre lo que sucede en este límite entre dos
formas distintas de barbarie y me ha escuchado más de una vez decir que soy un
tonto.
Lo digo una vez más, ahora que
el doctor está grave y oscuro frente a mí.
— Usted es un idealista,
coronel… En esta zona idealista es un insulto mucho más grave que tonto…—
ironiza y me palmea, para agregar casi en voz baja — Su "hija" ya murió.
Son más de las seis de la mañana. Ha empezado la luz.