Todo lo que puedan decirme, aquí, carece de importancia
porque Dios me pone a prueba tantas veces en un mismo día, que ya no tengo
resto. Este agotamiento renace como un relámpago desde la insensatez y la misma
insensatez se hace relámpago. Un relámpago rojo que así, violentamente, me
vuelve un insensato, porque las causas de los hombres son de los insensatos.
Cualquier hombre sensato se aleja de las causas, porque las causas de los
hombres son todas esas cosas imposibles que los sensatos no saben hacer.
Los hombres se olvidan de los hombres y yo maldigo mi
infinita memoria. La maldigo en los seis idiomas que hablo bien y en los otros
cuatro en los que chapuceo el entendimiento que va del alma al gesto.
El tipo me mira con esa mirada amorfa de los íconos y sé que
ve mis ojos y si mis ojos fueran fuerzas naturales, a partir de ellos el mundo
de él se derrumbaría sobre su cabeza inefable de entidad obsoleta que no
responde a nada más que a lo que debe ser según el protocolo y lo políticamente
correcto, que no siempre es lo razonable ni lo humano ni lo lógico y ni
siquiera es algo que participe del sentido común que a la sazón es el menos
común de los sentidos (frase hecha si la hay pero que viene al pelo).
Entonces es que no sé cómo él y yo aparecemos sobre el
escritorio, cara a cara. No ya él de su lado y yo del mío sino ambos sobre el
escritorio.
Miro mis manos como si no fueran mis manos las que lo
cazaron por las solapas de su traje y lo atrajeron hacia mí que por el tirón
quedé también atraído hacia él. Miro mis manos y pienso: “mierda y eso que en
la derecha me faltan dos dedos, qué fuerza que tengo, todavía”, porque el tipo
está ahí, como un puto borrego temeroso de este lobo desatado en mí que
solamente suplica por guarida para crías de hombre.
Le repito como si me lo comiera que “vengo por los niños,
que vengo por los niños, que vengo por los niños…”, así, como un disco de
aquellos discos de pasta de cuando el tipo y yo éramos jóvenes y que cuando se
rayaban repetían el mismo pedacito de la canción hasta que alguien levantaba la
púa de ese abismo atrapador de música. Y creo que se lo digo en inglés, en
francés, en español, en hebreo y en el maldito idioma de las lágrimas, pero
ninguno es el idioma que habla él.
Nos miramos así y aunque parezco el malo de la escena, soy
sólo el que suplica.
Suplico por los niños como un niño pero el tipo no entiende
de niños ni de súplicas ni creo que entienda de alguna cosa que no sea el golf
que estaba coordinando por teléfono –cuando lo interrumpió mi intemperancia– jugar
en el domingo.
Entran otras personas en escena.
Seguridad me escolta a la salida. Me escolta es un decir.
Vamos armando, ellos y yo, un pataleo infame por todo el edificio porque me
sujetan y yo me deshago de sus manos, puñetazo va, puñetazo viene, hasta que consiguen
depositarme así, a pura trompada, del lado de afuera de la puerta.
Alguien me exige o me ordena o me intima: "Usted, ahora, debe entregar su
credencial".
Y yo les digo con toda mi violenta petulancia: "Si quieren mi
credencial, vengan por ella".
Alguien en alguna parte ordena al fin: "Todos saben que el
judío está loco. Déjenlo ir. Loco como se lo ve es un tipo que sirve".
Mientras me pregunto a quién mierda sirvo, mi hija me arrastra: "Vamos papá. Hay otras formas de solucionar esto".
Mas nada, ni siquiera ella, me convence.
(De: La pasión triste)