— No apures el paso…No se corre por estos lugares, aunque
tú seas de corazón vertiginoso. Y no hagas ruido. Los fantasmas descansan
cuando hay sol. Tu curiosidad no tiene derecho a despertarlos.
Con
esas palabras Analisse dirigió la marcha hacia las partes deshabitadas de La
Fortaleza, distantes del núcleo central de movimiento como así también de la
torre del homenaje que no había perdido, pese a las remodelaciones, las
funciones desempeñadas en su antigüedad medieval.
En
La Fortaleza todo quedaba lejos y La Señora había acabado por clausurar parte
de las torres, convirtiéndolas en dependencias para trastos y cuentos,
habilitando otras, como las de mazmorras y subterráneos, para que sirvieran de
museo con visita guiada a los buscadores de las viejas costumbres.
Para
explorar aquellas regiones, Analisse y Jeirch eligieron uno de esos horarios de
la tarde en los que el castillo se quedaba quieto, como si repentinamente terminara
una puesta en escena sobre un retablo y quedara, solamente, un gran escenario
de época, totalmente vacío.
El
personal se recluía, siguiendo la voluntad de La Señora –que a su edad había al
fin aprendido a disfrutar el beneficio de las siestas– y todo quedaba deshabitado,
solo hasta de sonidos y majestuosamente inamovible.
La
Fortaleza era un monstruo de piedra que apenas respiraba por sus viejas heridas
de combate en aquellos lugares de los que la voluntad de sus moradores había
decidido no ocuparse más.
En
sus zonas semiderruidas, postergadas a monumento para ocasionales participantes
de tour, la hiedra y otras trepadoras semejaban tropas de asalto durante la
ascensión a una muralla y el polvo era una mortaja hecha con la ceniza de los
guerreros muertos en sus puestos sobre los adarves almenados.
—
Hombre curioso… ¿vienes?
Analisse
había comenzado la aventura por el libro de historia diciendo esas palabras
cuando llegó a buscar a Jeirch.
Sabía
que la siesta y el hombre aquel no se llevaban y que él prefería hacer algún
deporte que le calmara los músculos de animal recio y sanguíneo o en su
defecto, harto ya de repetitivas rutinas de entrenamiento que marcaban de
rusticidad su fuerza morena, acabar encerrándose en la biblioteca lo mismo que
una vieja rata sabia que ha devorado libros en los tiempos de hambruna y ya le
es imposible evitar el vicio de masticar las páginas a diario.
Él
levantó los ojos y los fijó en lo etéreo del ser que le llamaba con un gesto
confuso como un tul sobre el rostro emocionado de una novia.
Miró
a Analisse con ojos codiciosos.
Intempestivamente
se sintió un niño seducido por la fuerza incontrastable de la magia y dejó el
libro sobre la mesa pequeña de junto al sillón en que leía. Fue brusco y
decidido abandonando el libro por esa especie de seducción tangible que el
mundo de Analisse le proveía.
Mientras
se levantaba, sintió el latir del corazón porque algo que no supo definir acampó
en su cerebro cuando abandonó la lectura que lo había atrapado minutos antes para
mantener los ojos fijados a Analisse, tiesos sobre Analisse, multiplicados como
un manto agresivo.
Siguiéndola
por los corredores de la zona amurallada, recuperó la sensación aquella de la
biblioteca. Era algo con densidad que se había atorado sibilinamente entre dos
ideas, de igual manera que una enfermedad consigue alojarse en un órgano. Con
ese mismo exacto impulso oscuro y sucio, ahora sus ojos perseguían como los de
un predador silente y taimado, el talle que trepaba las desbaratadas escaleras
de piedra.
—
Niña, niña…— dijo al fin, llamando a la muchacha— ¿Qué pasadizo puede comenzar
a tanta altura?
Analisse
se detuvo entre las gruesas flores de las enredaderas que enmarcaban su aspecto de ninfa transparente y desde la lejanía de sus ojos miró a Jeirch, casi con dulzura.
Caminó aún varios pasos y por fin sonrió desde un recodo del adarve.
—
Tu no entiendes nada de castillos.— respondió.
Jeirch
la observó avanzar hacia las últimas almenas por aquel corredor que comunicaba
los puestos de defensa, oyéndola reír, igual que si la risa hilerara soldados
que se interpusieran a sus ojos.
Decidió
seguirla lentamente por ese mundo extraño que olía a profundo aire puro, inclinándose
por momentos sobre el parapeto almenado para observar el paisaje escarpas
debajo de la fortificación, ya ahora con el placer guerrero de imaginar la
historia de los muros y fantaseando con viejas estrategias de epopeya. Se
distrajo en su imaginación, atrapado en un pliegue entre dos tiempos de la
historia.
Luego caminó tras Analisse casi en cámara lenta, como si fuera derrotando uno a uno los
ecos que la risa dejaba suspendidos en el agrio camino de las armas.
La
persiguió sin verla. Sólo persiguió la luminosa percepción de su presencia que
se apagaba en risa frente al viento.
La
escalera de descenso de la torre final estaba rota cuando el Jefe de Seguridad
llegó hasta allí.
Jeirch
se detuvo observando el vacío que la demolición de la escalera provocaba en su
marcha y rodeó con los ojos aquel recinto inquietante, ruinoso y asaeteado de ráfagas
en el que Analisse había desaparecido.
Con
su brusca irrupción, todas las aves que anidaban en los interminables recovecos
de la piedra huyeron dando gritos y largo rato giraron en el miedo, por sobre
su cabeza. Él las observo atónito, como a una red de pájaros que tramara un
complot encima de sus ojos.
Desde
algún sitio que su mirada fue incapaz de encontrar, la voz de la muchacha
repetía: “Búscame, Iorân. Yo estoy aquí. Abre sólo los ojos de tu corazón y
me hallarás”.
—
Deja de jugar, Heredera. Si estás aburrida en tu mundo de cuento, no me busques
a mí para que te haga de bufón ¿sí?.. Sobran payasos en la corte de tu abuela
para complacer tus niñerías.— gruñó el hombre, fastidiado ante la distracción que
aquella aventura presuponía en sus deberes.
La
voz del Jefe de Seguridad se multiplicó en ecos dispares y molestos que se
acallaron apaciblemente, como si fueran también voces de pájaros hasta que ya
no quedó otro sonido que la insistente sibilancia del viento.
Analisse,
sin embargo, no reapareció.
(De: Upon the time)