— ¿Dónde
está Jaid?
La voz
irrumpe en la monotonía del lugar. El hombre también irrumpe, casi impuesto en
el desajuste momentáneo que el espacio minúsculo ofrece a sus ojos ansiosos.
Dos o tres
miradas se le pegan con incertidumbre desdeñosa y hay varios encogimientos de
hombros y mohínes de “vaya a saber”.
David,
recién llegado, mira su reloj. Vuelve los ojos a todos los que allí,
repentinamente, han reparado en él y están estáticos, como si esperaran la
orden de moverse.
— ¿No llegó
o ya se ha ido? —quiere saber aunque nadie puede darle otro detalle que no sea
esas caras atascadas.
—Pues la
verdad…no lo hemos visto. No ha venido aún. —murmura Said desde su lugar.
Luego, extiende
hacia David un vaso descartable con el café de bienvenida que acaba de servir y
que el otro desdeña sin percatarse de la amabilidad. Quedan así, ambos, en
suspenso, hasta que David acepta el convite y se lleva el vaso hasta los labios
mientras piensa que Said es un especialista en preparar rico café.
—Pero ¿a
esta hora y no ha venido? Si es el primero que llega y el último que se va
¡coño!—insiste.
Sopla un
viento largo y arenoso que remece de ruido las ventanas. Todo hace ruido allí.
—Pero… ¿Qué
ni se les ha ocurrido ver si el tío se ha pegado un tiro?.. Vamos, qué poca imaginación
para ser agentes. —insiste David entre la tragedia de sus pensamientos y el
sarcasmo.
—Ya está
bien, Rojas, no digas tonterías. Jaid no es de los que se suicidan.
—Todo
hombre es “de los que se suicidan” si colapsa. Anda, Guido, no me vengas con psicoanálisis.
Guido es un
hombre cómodo, simpático, dinámico. Trabaja normalmente en Lampedusa. No ha
olvidado las historias horribles y por eso prefiere manejarse fuera de ellas.
David
tampoco es amigo de esa clase de historias. Todo su pasado está condicionado
por historias horribles de las que se retiró cuando la edad y el ánimo dejaron
de congeniar entre sí. Pero esa clase de historias, siempre vuelve. Desanclar
los pasados es difícil para los solitarios. No se renueva el aire dentro del
caparazón y la vida se transforma, lentamente, en un desván de trastos que se
apilan hasta que consiguen aplastarla bajo la hediondez de su inutilidad.
—No te
pongas dramático, hombre. Estará durmiendo.
— ¡Qué no,
coño, qué no!.. Que el tío no duerme…que ese tío no duerme. Jamás duerme.
Hay cinco
hombres en la habitación donde David Rojas discute con Guido Brusco. Cinco
hombres acostumbrados a manejar sus paranoias puestas al servicio de otras paranoias
más generales al fomento de las cuales las suyas contribuyen.
—Pues anda
a mirar, Rojas, así se te quita el susto. —indica Said.
Mientras señala
la puerta a su vez y sonríe, sus ojos confabulan irónicos con los de Guido
Brusco.
También es
de la idea de que su jefe ni se suicida ni colapsa. Nunca ha visto eso.
Para jugarse la vida, uno primero se juega las ideas, porque es por las ideas que uno se juega la vida y la vida, en realidad, son las ideas en las que uno ha decidido vivir.
Soy del ‘56.
Los de mi generación personificamos la rotación del mundo en torno de la idea. Mamamos eso, somos eso. Había ideales mientras crecíamos, equivocados o acertados y eran ideales generalmente humanitarios. Crecimos con Martin Luther King, con Mandela, con el mayo francés y las independencias africanas, con los Correos de la Unesco y las luchas sudamericanas, crecimos con Vietnam. Crecimos como tipos que entendían la parte humana de las cosas y escuchamos canciones que hablaban de esas cosas como vimos llegar el hombre hasta la Luna.
Amábamos estúpidamente al ser humano y nos hacíamos carne de sus causas. Íbamos de Nicaragua a Angola y del Congo a Nigeria, del Salvador a Chipre y de Colombia a Rwanda ¿En qué momento nos equivocamos y perdimos al hombre en el camino? Es algo que no sé ni puedo contestar.
Nosotros también nos malogramos.
Somos los extraviados en un extraño “experimento Filadelfia”.
Retornamos sin retornar a aquella condición de idealismo, sólo de a ratos, para volver a huir y cobrar fuerzas para reaparecer sólo de a ratos, como la inexistencia. Sólo de a ratos. Como la verdad, sólo de a ratos. Igual que la justicia o la igualdad. Sólo de a ratos y acaso si conviene.
Algunos, ni siquiera consiguen volver unos segundos. Se han adaptado al tiempo de lo injusto y lo indigno y el hombre aquel que tanto importaba a la edad de que te importe el hombre ya no importa siquiera como recuerdo que se precie.
“Después de mí, el diluvio” es la verdad que ha ganado la partida a la decencia colectiva negociada.
Ya no salva uno a un hombre y salva a la Humanidad.
Ahora, uno se salva y qué te importa el resto. La Humanidad aquella reside en lo profundo de la individualidad que habita en el ombligo. Ya ni ver la necesidad de otro es capaz de generar la condición de prójimo.
Me he quedado atascado en otro siglo o en otra idea…Vaya usted a saber por qué.
David Rojas
observa a su compañero. Lo ve allí, boca abajo, con la cabeza cubierta por una
almohada excesivamente manoseada que forma nudos y depresiones debidos a su
mala calidad.
No ha
golpeado para ingresar a la habitación estrecha en que la fumarada de humores
masculinos se acumula, cargando el aire acre con la sensación de un calabozo.
Mira a su
compañero como si no lo reconociera en ese cuerpo inmóvil y entecado que ocupa
la cama con humano desorden.
Desde la
puerta, la figura sudorosa que brilla como un lustre de aceite sobre madera
clara, aparece extraña a los ojos de Rojas, quién, sólo por eso, decide golpear
ahora, con los nudillos, la hoja de la puerta, esperando que se produzca en su
compañero un sonido que, a pesar de todo, no oye.
— ¿Sigues
enfermo? —quiere saber y de inmediato se lanza a dar su opinión de amigo— Debiste
quedarte en el hospital hasta estar bien.
Cuando se
escucha, piensa que “estar bien” tiene más amplitud que la que él le está otorgando
en ese momento y repara, a posteriori y asombrado, en que su irrupción no ha
provocado en Jaid un salto defensivo, con el arma empuñada, que tan bien le
recuerda de tantas otras irrupciones en las que casi muere bajo el instinto de
supervivencia que tan alerta mantiene su compañero.
Avanza
entonces por el cuartucho fétido y extiende la mano para rozar el cuerpo, como
un pariente extiende los dedos ante un cadáver que se ve obligado a reconocer
en una morgue.
— Estoy
bien, David.
La voz,
oscura debajo de la almohada, interrumpe la llegada de la mano al roce y la
detiene a pocos centímetros del hombro.
El cuerpo
gira con extraña pesadez, con lentitud casi dubitativa, hasta quedar de frente
a los ojos inquietos de David, mientras Jaid repite que está bien, que no se
preocupe por él porque él está bien.
—Said
preparó café. —murmura Rojas.
Vuelve a
cerrar la puerta, en un acto de dolorida complicidad.
(De: Sensación de moebius)