Ay, mujer despechada que te volvés mediocre,
minúscula a mis ojos
en tus groseras furias vengativas,
¿por qué no conseguís mantener la dignidad de tu rabia
e intentás agraviar a cualquier costo y por cualquier resquicio?
Te filtrás insidiosa
como un virus que todo lo bueno vuelve putrecible y,
si uno, aún, guarda de vos un buen recuerdo
te das prisa para despedazarlo
con las mismas uñas con las que no conseguiste
arañarme la hombría.
Entonces,
rabiosa, mujercita, despechada,
envalentonada por quién sabe o entiende cuál enojo
te ensañás con la buena memoria con que intento rescatarte
y estropeas lo poco bueno
que me queda de haberte conocido.
Cuando veo algo así,
miro curiosamente a ese, tu animalito furibundo,
y me siento repleto de piedad,
porque lo patético me produce una piedad profunda
antes que una repulsa aún más profunda.
Me gana la piedad, la conmiseración
por esa, tu personalidad desarreglada,
que se revuelve en su propia inestable conmoción,
buscando en la bajeza de sus armas,
la condición para humillar las mías.
No uso armas con vos.
Con esta larga lástima me alcanza
para no discutir por tus dicterios.
Y todos saben que las ratas
no se matan con el Tavor
o, como se dice en Argentina:
“no hay que gastar la pólvora en chimangos”.
No lo tomes como una represalia.
Es tan sólo una burla
darte juego.