La
mañana es serena, minuciosa, detallista desde el amanecer y se prodiga con su
dulce humedad sobre las cosas que absorben del rocío todo aquello que el agua posee
de comienzo.
Desde mi
lugar, un espacioso y amaderado deck que avanza sobre un gramón que brilla,
estoy quieto en el día y en los pájaros, como un espectador perturbado por la
obra que observa en ese teatro inmemorial de los principios, cuando aún la
gente no sale de sus sueños y corre un frescor amplio entre los árboles de la
parquización.
A
Benedict le gustan estos barrios de aspecto campestre, de casual opulencia
restrictiva. Aquí, su espíritu bucólico recupera la melancolía que yo le
prohíbo en otras circunstancias y que él, igual, ejerce como puede en todas partes.
Pero aquí, él y yo, nos permitimos una respiración anchurosa y sosegada.
Nos
volvemos domésticos y plácidos, peligrosamente plácidos como los grandes gatos
cuando su ferocidad está en reposo.
El lugar
posee una serenidad poco común que se esparce por todos los horarios. No es solamente
este aquí, este hoy. Está en el aire esa serenidad, esa calma que raya en
estatismo y casi sin yo advertirlo me contiene.
Pero yo
no olvido los teléfonos ni el frondoso rumor del huracán. Sólo me aparto un
poco, como quién se distrae, momentáneamente, en la sombra de un pájaro.
Vuelvo a
aquellas costumbres que perdí en los paréntesis. Ahora tengo un perro que
bauticé Colón y que retoza como un cabrito negro persiguiendo horneros y
gorriones que bajan a comer lo que mi suegra dispone para ellos. Mi suegra es
una juntadora empedernida de alas y de cantos. Supongo que extrañará sus
abubillas y aquí domesticará loros y tordos y unas cuantas calandrias y formará
un ruidoso ejército que vuela.
Observo
los teléfonos sobre la mesa, esparcidos entre los papeles, la portátil, la
pava, la yerbera, mis costumbres, mis formas, mis libros y las migas de un
mundo paralelo e inasible.
A veces
me resigno a que ese mundo sea todo de Benedict y entonces lo invado y lo
someto a un juego de poder por los rincones pero lo pierdo, casi
inmediatamente. O se lo otorgo a él y a su reserva de paz y de moral.
No
pertenezco aquí.
Suena un
teléfono.
No
pertenezco aquí. Hay mucha luz.
—Tengo
que hablarte, Cuervo.
Reconozco
la voz por la costumbre que tiene mi memoria de guardar para sí todo lo malo,
lo perjudicial, lo pernicioso.
“No
pertenezco aquí” le digo a Benedict y a mi interlocutor en el teléfono le digo
“donde siempre”, porque tanto él como yo vivimos bajo la luminiscencia de un dios
apátrida y por eso nos envuelve la traidora fetidez de su penumbra.