—La nuestra es una interminable desproporción
de ausencias. —dice Jaid mientras sirve dos copas y le extiende una a su
acompañante.
La mujer ha regresado a su cabello natural, tal
como él le pidiera un año atrás.
"No me gusta ese rubio Barbie que te encajaste", le había
dicho Jaid entonces, casi groseramente, sin cariño, con una entonación
despreciativa próxima a una orden y después, como si tomara conciencia de la
brusquedad, había sonreído, suavizando su impositiva exigencia anterior para
agregar: "Sos más profunda que el color ese con que te pintaste el cabello; no
va ese platinado de concheta mal atendida con lo que desnuda el fondo de tus
ojos".
Cuando él le hablaba como si escribiera, ella
se emocionaba. Para Grissy había en Jaid una brusquedad romántica, una torpeza
cariñosamente perruna, una efusión de asno en celo.
"Tu sei emotivamente tan torpe", solía
decirle, casi boca a boca, en una mezcla rara de español e italiano, mientras
le acariciaba esa piel que descubría cada vez más castigada como una geografía
hecha con sismos; una geografía que sus manos debían aprender en cada nuevo encuentro,
días, meses, años mediante porque él nunca era el mismo del año anterior. Siempre
llegaba mucho más herido.
Grissy tiene ahora, de regreso a las manos de
Jaid, ese cabello negro, hecho con mares y hecho con ciudades. Un cabello
nuboso donde los hilos grises representan la edad de los silencios –como el nombre
de la mujer que las manos de él se van tatuando en las callosidades–. Ella tiene
un cabello de niebla que oscurece. Un cabello de noche que la neblina sobre el
río aclara.
Las manos de él lo rozan suavemente, reconociendo
de regreso el color de la penumbra en que los orgasmos desarrollan su mundo de
quejidos. Revuelve el cabello en que sus manos se revuelcan como pájaros últimos
y agónicos.
Grissy es así. Un pájaro feroz, huesudo, pétreo,
que se vuelve carnívoro y paloma. Y las manos de él son también pájaros, flacos
y hambreados pájaros que devoran los hilos neblinosos de una noche sin luna.
—E vero. —dice ella, deteniendo esa revolución
de hombre en sus cabellos— Sempre ti vas. Tu sei come una marea…proprio una
marea.
Las manos de él no ceden. Hacen nido en esa cabellera
de mujer. Se desalan en esa cabellera.
Los cuerpos se desalan también. La vida se
desala.
La piel tiene una intensidad desconocida. Todo
se vuelve piel. O todo se vuelve intensidad. O todo se desala en un vaivén sañudo,
como una sierra de cercenar las alas.
Volar no importa. Sangrar y doler, sí. Cierto
sadismo, cierta iconoclastía. El vaivén que persiste, en su tumulto, como una
furia hecha de muchas furias que se escinden unas a otras, entre el amor y la malignidad.
Él le mira los ojos de mujer, desde ese suelo
en el que está de espaldas. Mira los ojos de ese jinete hembra que galopa en un
mundo de bandadas que aturden con la violencia de sus alas el silencio.
Luego cierra los ojos. Se vuelve un iracundo
mar que estalla contra un risco en el que todos los pájaros han muerto.
Sobre sus labios caen, desde los ojos de la
mujer, una o dos lágrimas.
El ya sabe muy bien que ella siempre llora sus orgasmos.Grissy, en la fantasía de Jaid, es un chelo que llora.
(De: Animal de tormenta)