—¿Y ahora sobre qué vas a escribir? Si no te
dejan o “no podés” escribir sobre lo que escribís siempre ¿sobre qué vas a escribir?
—pregunta la mujer de ángel maduro y labios de un carmesí incendiario como una
chispa que arde un fuego frágil.
La suya es una belleza ribereña. Una belleza
que anda como puede, de través por el humo y provocando un ruido de silencio cuando
cruza las piernas que, desde la banqueta y apoyada en la barra, su espíritu de
loba balancea.
Y él está en su piel, una piel de lagarto sobre
un hueso y bajo una tormenta repentina. Está allí, con el vaso que gira lentamente
con una mano mal avenida y rota. Gira el vaso, ancho y labrado, para ver el destello
de ese mar amarillo entre los hielos, esperando tampoco sabe qué, acodado en la
barra de un bar que frecuentaba antaño, como ella, y que casi olvidó cuando se
fue.
No es un tipo nostálgico. Ella sabe eso. Él no
es un nostálgico porque se muda mucho de ciudad, de país, de continente, de
pareja también. Él es siempre un tipo que se va y los tipos que se van siempre,
como él, no enferman de nostalgia. Son erradicados. No tienen raíz en ninguna
ciudad, en ningún país, en ningún continente, en ninguna pareja. No ponen la raíz
en los recuerdos y eso les evita la nostalgia que ataca a los demás. Tienen
algo que emparenta con la inmunidad diplomática, pero del corazón.
Mientras piensa eso y bambolea las piernas de un
torneado turgente y musculado, revuelve los sorbetes en el líquido del trago
que ha pedido, mezclando los colores de todos los alcoholes que lo forman. Produce
corrientes con ellos dentro del alto vaso de su cóctel.
Él también produce corrientes pero ya no en el
vaso ancho con los hielos, sino por dentro de los que lo conocen y lo han visto
llegar a ese lugar antiguo como aquel credo en el que refugiarse cuando se acaba
el dios en los demás.
Un Lázaro cualquiera saliendo del sepulcro convenido,
casi como una grosería inopinable. Un muerto redivivo que todos hacían muerto
como un muerto de esos de verdad.
Bebe él, bebe ella.
La luz alrededor es liviana y es húmeda porque
se baña en un mundo de penumbra.
—De amor… ¿No me dijiste aquella vez que escribiera
de amor? —responde el hombre al fin.
Sus ojos dejan pausadamente la evolución del hielo
y se fijan en los de la mujer.
—Si supieras que es eso… hasta te creería. —murmura
ella, impidiéndose a sí misma la exclamación veraz que morigera con un sorbo profundo.
—Puedo inventarlo. Soy escritor ¿verdad?
Ella sonríe casi al sesgo, como si fuera una
recortadura.
—Si —admite con dolor— podés inventarlo como
podés inventar cualquier cosa que se te venga en ganas porque sos escritor…
Va a decir algo más pero alguien que se acerca
a saludarlos y de paso, comprobar que realmente es él y que está vivo, recorta
en ella el resto de palabras.
La mujer se retrae. Hace silencio.
Los dos hombres se abrazan, como antes.
(De: Animal de tormenta)