Cualquier
fundamentalismo es una enfermedad ruin. Muy ruin. Es una enfermedad que empieza
en el corazón, comiéndose las buenas cosas que te hacen aún parte de Dios.
Una vez que te comió
los ideales y está segura de que ya no tenés más de los tuyos genuinos, la
enfermedad sube al cerebro y lo licúa. Es una enfermedad que produce una
necrosis cerebral licuefactiva, una especie de encefalitis rábica. Te vuelve un
queso el cerebro. Un queso de esos llenos de agujeritos, porque precisa esos
agujeritos que produjo la licuefacción para meter sus gérmenes y que se vuelvan
gordos. Sus gérmenes son sus ideas. En el cerebro agujereado que te producen
los fundamentalismos, se introducen todas esas ideas que, durante la parte de
encefalitis rábica, te hacen actuar como un delirante que, alucinado e incapaz
de desarrollar pensamiento lógico, sólo responde a las consignas con las que le
llenaron los agujeros de su encéfalo.
Un fundamentalista,
en cualquier sentido y por cualquier idea de las muchas que hay, es un fanático,
un tipo que primero fue desprogramado de su esencia para volver a ser programado
con esa otra. No es ni más ni menos que un robot que obedece los caprichos de
ese bicho que le agujereó el cerebro para hacer sus nidos.
Por supuesto, en la
parte rábica está implícita la ceguera total.
La enfermedad tiene
la capacidad de proyectar desde ese cerebro licuado y agujereado, películas que
crea con el fin de que el ya “programado” obedezca a la distorsión de la realidad.
Es como una especie
de viaje de esos que te provocan algunas drogas de diseño que se usan en la
guerra química. O podría ser también un “delirium tremens” en el que el afectado
por el fundamentalismo, ve solamente enemigos. Hasta los que intentan razonar
son bichos horrorosos a los que no hay que escuchar y hay que destruir sin más,
porque sí, porque quieren razonar con un cerebro licuado y ocupado por una
enfermedad cuyo único objetivo es destruir a todo aquello que no es ella.
La ceguera es una
instancia atroz.
Llega cuando el
cerebro ya no tiene retorno, está completamente carcomido y solamente responde
a las películas que la enfermedad proyecta dentro de sus ojos sin mirada.
Es imposible hablar
con un fanático porque su discurso es circular. Se aferra solamente a esa circularidad,
desesperadamente, porque es lo único que le ha quedado en pie dentro del cráneo:
lo que la enfermedad le instaló.
Cuando se pierde la
capacidad de analizar. Cuando se habla sin escuchar. Cuando la única idea es la
nuestra y el resto no sólo no vale la pena de ser oída, sino que además debe destruirse.
Cuando la ignorancia se trepa a la razón y se erige en “la razón”. Cuando creemos
que sabemos de qué hablamos y solamente repetimos las consignas que la enfermedad
metió en los agujeros del cerebro ese del que se encargó de privarnos primero, estamos
perdidos.
Y mientras los que
piensan que sus ideas son las únicas ciertas, las únicas que deben existir y
luchan unos contra los otros a mansalva por imponerse, también a mansalva y
unos a otros sus creencias, hay una masa acrítica y anómica, que parasita anencefálica
y acárdica, los agujeros de su propia molicie.
Cuando el
fundamentalismo de cualquier signo ha coptado a grandes mayorías y cuando la molicie
ha coptado al resto de las grandes mayorías, tenemos lo que hoy se conoce como “la
Humanidad”.
(De: Hijos de tierras áridas)