Yo
soy ese adefesio boca abajo que duerme como un tronco compensado de mohos,
sellado en su silencio de cosa que no habla.
Ese
espíritu oscuro y sanguinario que colecciona uñas de grandes gatas bobas,
colmillos de libélulas y pezones de pájaras pintas aferradas al verde limón.
Un
rapto silencioso como un campo de niebla, hecho de alcantarillas y ungido con meada
de ratones que viajan por la tirantería de los sótanos en donde no se guardan
cosas buenas.
Duermo
indefenso, como si no le debiera nada a nadie y alguien me hubiera bendecido
con la capacidad de olvidar el mañana, desprendido del antes, prematuramente.
Él único espacio que existe es ese en el que estoy. Marco mi tiempo en hoy, ahora, ya y lo demás no cuenta ni siquiera para decir que olvido.
Él único espacio que existe es ese en el que estoy. Marco mi tiempo en hoy, ahora, ya y lo demás no cuenta ni siquiera para decir que olvido.
Tengo
-en el momento de la languidez- esculpido un animal robusto en estos músculos cetrinos
y suaves, que reacciona predadoramente frente al mundo de sus enemigos. Todos
son enemigos en mi mundo de músculos que duelen y tatuajes donde marcar el paso
de los muertos para enterrar su piel en algún lado que alimente la mía.
Lejos
del ideal, soy lo que muerde y lo que decide sobre sus propios dientes. Me
escribo mis leyes en la lengua mientras oigo llover a los idiotas.
Mi
madre no me quiso y repitió cien veces: Ojalá hubieras nacido muerto. Entonces
yo aprendí las formas de matar, cuando todavía era un debilucho galgo flaco y
metamorfo, que alardeaba de morder manzanas con sus dientes de leche. Estrené
mis colmillos en las odiosas manos de mi madre. También le arranqué la risa en
cuanto pude. Pero eso no me devolvió la mía, así que en vez de sonreír, hago
una mueca parecida al desprecio o a la lágrima.
Me
llevo bien con los espacios amplios donde repantigar mis ansias predadoras.
Esos espacios dignos de los cervatos y los alquimistas que hacen malabares
inventando y desinventando las estrellas. A veces los cazo en ellos y los dejo
morir, sin devorarlos. Otras, sólo los miro, como si fueran ninfas que retozan
disfrazadas de mamarrachos masculinos que usan vergas prestadas.
Me
he situado lejos de lo pequeño que hace sufrir a todo el mundo. Aprendí las
catástrofes y los severos dramas de no poder soñar con un vaso de agua en un
mundo de sed. La sed es siempre peor que el hambre.
Me
río desde lejos de los hombres que lloran infaltables sus minucias como si fueran
todas holocaustos y necesitan de perpetuos pañuelos consolantes.
Alguna
vez traté de rearmar un niño al que hizo pedazos el fuego de mortero.
(De: Fotografía de Von)