—¿Cómo
se dio cuenta de que la fotografía no era real?
León
Aryiasz está distraído en otra cosa cuando escucha la pregunta del muchacho.
Durante un momento no determina con claridad sobre qué están hablando y su
gesto oscila entre la sorpresa y el fastidio de la interrupción.
—Por
los datos que la foto «no» tiene —responde al fin, conectando las ideas
dispersas y armando en su cabeza el real argumento de la pregunta que oyó.
Sabe
que el Condorito también precisa más referencias para entender la respuesta que
acaba de darle, pero continúa distraído
en otras cosas. Su mente, en ese momento, manifiesta una marcada ajenidad por
el entorno.
El
muchacho no insiste. Tiene esa peculiaridad de la no insistencia, como si se
quedara esperando; como si estuviera acostumbrado a esperar respuestas que
nunca se producen y permaneciera ahí, mudo en su lugar, en su necesidad de esperar.
Piensa
en la fotografía. Piensa en la asepsia de la fotografía. En los colores
brillantes de la fotografía; ese rojo tan rojo y ese blanco tan blanco, tan
pulido, tan impecable.
—La
vida no es así. Está toda sucia —dice, como si hablara de otra cosa—. La vida,
digo, está toda sucia, tiene manchas por todos lados.
Ese
pensamiento lo perturba un instante en que sus gestos ocultan la sensación, el
sentimiento al que lo obliga eso que acaba de decir y, por ende, a todos los
silencios a los que él se obliga también, para no seguir agregándole manchas a
sus días sucios.
—Si
yo te mostrara una foto de un incendio con derrumbe en el que no hubiera polvo
ni restos ni agua ni humo, ni siquiera un atisbo y en ella vieras a un bombero
caminando, vestido de punta en blanco, a través de limpios trozos de
mampostería coquetamente acomodados ¿cuál sería tu sensación?
El
muchacho sonríe. «Que no es cierto» murmura y agrega que «un incendio es
un quilombo».
—Imaginate entonces una guerra, donde coexisten
montones de derrumbes y montones de incendios y donde no hay agua siquiera para
tomar y donde ningún bando respeta nada. El aire, en la guerra, es como el aire
en el incendio… flota algo, siempre flota polvo, humo, hay una especie de
desagregación de la vida… Todo está roñoso, todo tiene pátina, todo es caos,
desorden, incluso cuando no se está combatiendo. Eso, esa cosa en el aire,
queda ahí, suspendida, porque la inmundicia no se va enseguida de un lugar
arrasado. Perdura el desastre y todo es un desastre. Es como una sensación
ambiental que no ofrece un solo puto momento de calma. Los colores dejan de ser
colores y el orden deja de ser orden. Todo es asimétrico. Nada está en el lugar
que debiera. Ni los muertos… Falta la guerra en esa fotografía.
«La memoria es un lugar inhóspito»
piensa Aryiasz después de hablar, «un lugar en el que abundan los rincones sórdidos
que no se desea explorar más pero que están estratégicamente dispuestos como
para chocar con ellos en los momentos necesarios, porque eso tiene la memoria…
es un último recurso necesario que uno decide emplear o no. Y esa decisión, muchas
veces, depende del corazón y no de la razón.»
—…como en el dicho ese de que el corazón
tiene razones… —piensa en voz alta y el muchacho le pregunta ¿qué?— Nada…
boludeces mías, no me hagas caso —se excusa el hombre y baja la cabeza,
regresando a sus cosas.
Es un domingo suave ese en el que
Aryiasz y el muchacho decidieron leer bajo los árboles. Un domingo suave, de un
verde derramado que tiñe las pieles, las cosas, las miradas. Una humedosa
tibieza, también verde, los mantiene
cautivos, atrapados en ese color que les dibuja sombras sin resplandor en las
facciones.
Entre ellos hay una serenidad blanda
que se tensiona por momentos, como una soga irremediable que les impide huir a
uno del otro.
«Un perro viejo y de pocas pulgas al
que le han traído a su territorio un cachorro sanguíneo que quiere jugar a aprender
mañas para los que todavía no está preparado» piensa Aryiasz y desvía los ojos
hacia el muchacho.
Lo mira estudiar, abocarse con intensidad
al Manual de Procedimiento, concentrado, compenetrado, momentáneamente ausente
de la conversación que mantenían.
Va a decirle «Cuando estábamos en el
Reformatorio, yo le enseñé a leer a tu padre debajo de los árboles» pero se
muerde los labios, se mastica los bordes de la barba que limitan con el sonido
y mantiene la boca apretada, evitando que esos recovecos de la memoria en los
que está obstinado a no moverse se traduzcan en palabras emocionales.
El muchacho advierte, quizás por la
vibración de esa soga irremediable, que Aryiasz enrarece.
—¿Pasa algo? —pregunta, con su joven
naturalidad.
—Si no entendés algún item… —Aryiasz va
a decir «preguntame y te explico» pero su propia idiosincrasia de Líder se lo
impide y murmura, en cambio—: acordate de anotarlo para plantearlo mañana a la
mañana en la clase de consulta.
El muchacho dice que sí. Sonríe y dice
que sí, aunque Aryiasz tiene la extraña sensación de haber dicho en esas pocas
palabras, todo lo que intentó callarse.
—En otras fotos, no es lo que falta
sino lo que sobra —dice en voz alta— La vida también es un álbum de fotos que creemos
saber desde qué ángulo tomamos y cuando
vamos al álbum de la memoria, vemos que hay fotos que ni siquiera se nos ocurrieron…
Parecen tomadas por otros.
(De: Porque lleva mi nombre)