Tenía esos cabellos de cascada romántica sobre los que el
atardecer es capaz de dibujar cobres y miel terrestres y mirándola pensó que si
yo tuviera una mano de esas que poseen los dioses, sería también capaz de resolver
el mundo de sus ondas de vientos como un despeñadero de acrobacias con las que
demostrar la naturalidad de su incalculable poder hembra, porque así la veía
él, lejos de lo totémico pero también totémica en su modo de carne hecha de niebla
y sal que el ancho sol de África volvía una talla de peltre engastada en el
marco luciente del espejo.
De espaldas y desnuda era un apacible gato lácteo, con
una cabellera donde pueden caber el resto de los otoños de mi vida, pensó
también, porque siempre lo habían fascinado las cabelleras de mujer en que
perder el tacto y el olfato como en una espesura de flores y silencio y
quedarse así, recogido en el olor a pelo, en esa impregnante presencia de grasitud
sutil, de sebo umbrío, de parafinada tersura como eran los senos de criar hijos
de estepa y canto, dijo en voz alta y agregó que ella tenía caderas de árbol y
cintura de ánfora y pechos orgullosos de heroína que a él le despertaban una jugosa
dentellada caníbal y dijo que se le hacía agua la boca como a un desesperado
animal de colmillo, de verdad, se me hace agua la boca, insistió y ella pensó
en dos espaciosos chitas que se encuentran en época propicia y con el celo a
tiempo y salió del espejo para volverse músculo que cayó sobre él, sobre la
cama que hablaba ya un idioma junglar de acometidas y en el ancho nocturno de sus
ojos de hombre hundió dos largas estocadas de agua.
Le dijo que era
hermoso, que era el hombre más hermoso que ella hubiera sentido golpeando sobre
el tambor de su libertad, porque la libertad de la soledad había sido una
decisión para ella y en él había encontrado al compañero exacto y anhelado,
porque en la libertad de la soledad también se anhela alguien que nos hable de
ella como hablamos nosotros, le dijo, acariciándole las mejillas enjutas y los
hoyuelos parcos que le culminaban la sonrisa.
Y luego dijo no quiero que te vayas y él le susurró jamás, bajo su boca.
(De: Caída de las patrias)