Era una mujer muy fea. Por eso todos
los alumnos de la escuela le decían La Bruja de la Biblioteca, como si en
realidad, la señora de Láinez (o Delainez, porque Samuel nunca lo supo bien) no
fuera la bibliotecaria sino un personaje que había conseguido desprenderse de
las páginas de un cuento infantil y ambulaba por el salón pequeño, escondiendo
su presencia entre las altas estanterías de madera y el mapero que ocupaba
buena parte del espacio destinado a los libros y que frente a presencias no apacibles,
se corporizaba con un chillido de ave pelada.
Los alumnos le tenían miedo como si la
señora de Láinez realmente se comiera a los chicos igual que la bruja de Hansel
y Gretel, a cuya ilustración, asombrosamente, se parecía. Era muy delgada, vestía
de negro, usaba un chignon tenso y canoso sobre la nuca, pero su distintivo
brujeril era una mora marrón que crecía sobre una de las aletas de su nariz
impertinente y huesuda.
La voz tampoco ayudaba a la señora de
Láinez. No hablaba. Chillaba. Aunque murmurara, porque según ella
había dispuesto, en la biblioteca no se alza la voz, su tono siempre parecía
una excrecencia aguda, desatinada, como el grito afónico de un ave que no
encuentra el rumbo sobre un atardecer de la llanura.
Samuel solía imaginársela así: un
pájaro triste, desplumado, planeando sobre la pampa argentina o sobre las
pampas planetarias que había descripto Pablo Neruda en su Canto General,
llamando a otro pájaro que no le devolvía la llamada.
Había encontrado el Canto General en la
biblioteca del señor Cosme. Era un libro muy grande, en rústica, casi más
grande que Samuel, con hojas duras que parecían simil cartón color de un ocre
viejo, intenso y una tipografía clara, también muy grande. Era un libro pesado
por su tamaño, pero su prodigalidad en imágenes escritas hacía que Samuel se
hundiera en el sillón de cuero de la casa de su abuelo prestado y se dedicara a
imaginar las cosas que el autor le ofrecía en las palabras. Aunque no llegara a
comprender realmente la intencionalidad de los poemas, captaban su atención
porque lo dejaban volar imaginando, creando las visualizaciones de aquello que
Neruda decía, aunque fuera a su modo de niño.
Así había conseguido imaginarse a la
señora de Láinez, que más que una bruja le parecía un pájaro arruinado y
triste, volando sobre pampas hechas con hojas de libros y llamando a alguien
que no le contestaba jamás a esa voz aguda, lastimera y solitaria.
Quizás, porque los dos eran retraídos y
se refugiaban en un mundo de libros, la señora de Láinez había empatizado con
Samuel y varias veces, también protegido de las peleas en el patio, cuando los
otros chicos se burlaban y le pegaban.
Él aprendió a defenderse porque
no tuvo más opción que hacerlo, aunque su abuela insistiera en que no debía
pelear y que era mejor no contestar las burlas y retirarse. Retirarse, había
comprobado Samuel, apartarse del hostigamiento sin enfrentarlo, era peor. Y era
peor, incluso, que terminar en la dirección, acusado de revoltoso y terrible y
con notas en rojo en el cuaderno, que la señorita Norma, su maestra, nunca
escatimaba en escribir, como si estuviera confabulada con todos los que lo hostigaban.
La señora de Láinez, al revés de la
maestra de Samuel, enseguida había entendido cuál era la situación real de
aquella belicosidad y en un acto de protección maternal o docente, se lo había
llevado a la biblioteca y le había puesto un libro entre las manos, diciéndole:
Acá no te va molestar nadie, Lauchita. En los recreos, vení a leer.
Desde ese día, todos los recreos él
llegaba a leer.
Así, había captado también el perfume
de la bibliotecaria. Ese perfume no era el de las hojas viejas de los libros ni
el de las maderas de las estanterías ni del polvillo que desprendía la
desgastada pinotea de los pisos. Era un perfume extraño, intacto, que se movía
junto con la señora de Láinez por donde ella caminara.
Cuando la señorita Norma pidió a sus alumnos, en
la hora de Castellano, que escribieran una redacción sobre su lugar preferido
de la escuela, Samuel escribió sobre la biblioteca y sobre la bibliotecaria.
Contó su historia del pájaro triste al que nadie escucha planeando sobre las
pampas planetarias de Neruda pero hechas con hojas de libros y dijo también que
ese pájaro hacía su nido solitario en un árbol que no tenía hojas de árbol sino
hojas de libros y que un día había encontrado a un pajarito golpeado, embarrado
y con las alas a las que otros pájaros más fuertes le habían arrancado las
plumas, y el pájaro solo, que vivía en un árbol con libros y volaba sobre las
pampas de Neruda, se lo había llevado a vivir con él y que ahora eran dos
pájaros que volaban juntos y que se alimentaban de palabras. Y que al pájaro
chiquito y desplumado le gustaba el olor del pájaro que tenía el nido en el
árbol con hojas de páginas de libro, porque le parecía que tenía olor a iglesia
y en la iglesia, según decía su abuela, vivía Dios.
La señora de Láinez lloró un rato muy
largo cuando la señorita Norma le enseñó aquella redacción y cuando Samuel
llegó en el recreo a leer, ella le dijo que el olor del pájaro que volaba sobre
las pampas de Neruda era el olor del incienso.
Samuel le cambió el título a su
redacción de quinto grado y la tituló: La señorita Incienso.
(De: El ser y la rabia)