Miro a mi niño fiel. Miro su
demacrada fidelidad de perro con hambruna de dueño y regreso a explicarle que
el camino nunca se hace de a dos; que siempre en el camino hay una encrucijada
que se toma de noche, distraídos quizás y entonces, la soledad ocupa el costado
ocupable. De preferencia, que te ocupe el
izquierdo, le digo, porque de ese
lado está tu corazón y siempre es mejor estar solo que falsamente acompañado.
La soledad jamás te traiciona. Avanza de
tu mano, te lleva en brazos cuando el cansancio truena en tus rodillas y te
ofrece un pecho firme cuando la reflexión es perentoria.
Mi niño fiel me mira en el
espejo y veo cómo asimila sin demasiado esfuerzo mi mirada. Veo mutar sus ojos,
mansamente, en un jeroglífico inconmensurable por el que solo él podrá caminar
desde el cansancio.
Miro a mi niño fiel que ha
diseñado a mano alzada su propio laberinto con setos metafísicos y lianas
vigorosas que atrapan con sus flores sangrientas a los rayos de luz. Lo miro,
satisfecho como un emperador espeluznante, protegido en su propia Ciudad Prohibida,
solo y a merced de sí mismo y sus proezas.
Desordeno mi fidelidad. La corto
en trozos que dejo sobre espasmos de sol, para que se agusanen al secarse con la estólida laxitud de lo muerto.
Basta que des la espalda, le digo al niño fiel cuya mirada en el
fondo final del laberinto, es un manto de espejos que deforman sus ojos y su fe,
y aquello en que creías se corrompe. Pero
eso no es lo malo. Lo malo es entenderlo; darse cuenta.
Mato a mi niño fiel. Solo lo
mato.
No sirve para nada y espero que
nunca más se obstine en renacer.
18/02/2019
(De: Quemaduras y otros algoritmos - prosas atrapadas-)
(De: Quemaduras y otros algoritmos - prosas atrapadas-)