Esta tierra es amarga y
dividida. Los hombres la han transformado en una tierra ruin y sin embargo, cae
ese sol profuso sobre los vidrios, como si la ventana me separara de un animal
de polvo que araña mi reflejo con el suyo.
Dos suaves animales que se
arañan mirándose de un lado y del otro de la igual realidad. Él en la calle áspera
que ni siquiera llega a ser una calle y parece más bien una larga plaza pública
a cuyos costados se acomodan tenderetes de barro. Y yo aquí, en esta soledad
que yace en mi alrededor inhabitable.
El animal exterior detrás del
paño, me amenaza con gestos terrestres, lo mismo que la vida.
Ambos nos preguntamos casi las
mismas cosas sobre el otro. Cuál es, frente a la adversidad que nos envuelve,
nuestro último nivel de resistencia. Qué influye en ese nosotros metafísico que
nos mantiene en pugna con lo irreconciliable que jamás conseguimos liberar.
Cierro los ojos y pienso cuán
lejos está el mar y sus romances de un azul hecho para los dioses y los barcos.
Allende el mar ¿cuáles son las cosas que me quedan y no traigo conmigo? A
veces, no lo sé. Nada me pertenece en realidad porque solamente soy un animal
de colmillo que dirige su propia manada migratoria a pastizales cada vez más
necios, más desangelados y más ácidos.
Me dan un mapa y voy. La manada
me sigue mansamente porque el tiempo para los dientes llega luego, cuando de
frente al movimiento comienzan las batallas.
Le pregunto al animal de polvo
si no conoce el mar. Él, no sabe siquiera qué es el agua y yo tengo miedo de
olvidarlo. Tengo miedo de olvidar el agua y ser definitivamente como él, un
remolino anclado en el fondo del viento.
(De: Quemaduras y otros algoritmos -prosas atrapadas-)