Todos
saben que me gusta estar solo. Me siento bien dentro de la soledad que queda en
mi mundo. Las personas me estorban, excepto aquellas únicas que elijo para
relacionarme, para que puedan avanzar por mis largos yermos carentes de agua y
despiadados de pájaros, donde se gestan y apaciguan mis tumultos de polvo, mis
tormentas de olvido, el calmo paroxismo de mis furias.
Vivo
ahí, en esa jaima inhóspita, hecha con huracanes y veleros. Una jaima cosida
con gigantescas gavias para capear oleajes de la sangre.
Vivo
dentro de mi rutina de silencios, de intermitentes y oscuros monosílabos y,
dicen esos que siempre están conmigo, que soy una alimaña hecha con gestos y
con ojos de bruscas mutaciones.
Los niños, sin embargo, no ven en mí lo que los
hombres ven. Jugamos, cantamos, trabajamos y aprenden “cosas raras” (como suele
decirme el hombre sabio que conduce la civilización en este lado tan poco
hospitalario de la existencia humana). Yo les explico la gesta de los hombres,
mientras dibujo mapas en la tierra y les hago relatos de otros lugares que están
inaccesiblemente lejos, pero que los niños consiguen imaginar para asombrarse.
No hablo de ese occidente dominador y férreo que
parece el único territorio habitado sobre el mundo. Les hablo de culturas
antiguas como la suya propia, de largos mitos rústicos que se parecen en todos
los lugares y que se repiten con diferentes nombres. No hablo de religiones con
los niños. Hablo de civilizaciones y esperanzas.
La escuela es paga aquí, porque de otro modo, es
imposible retener un maestro sin comer. Algunos pueden pagarla. La mayoría no,
así que esos de la mayoría son mis niños del fútbol y la historia y los mapas
que los humanos han trazado para cortar en trozos la esperanza. Disfruto
enormemente de estos niños, como en mis viejos tiempos de docencia, en el
margen que nadie quiere ver.
Luego, regreso a mis silencios, a esta imprecisa
ejecución del día, que implican los informes, los ajustes a la necesidad, el
miedo de los otros, los que migran como si el suelo bajo sus pies se les moviera
y ese resabio a pólvora que dejan los malos daños impregnado en la piel.
La soledad se aprende, como todo. La soledad no es más
que un hábito más, una costumbre que no precisa de zurcidos ni parches porque
es una muralla no vencida por el asalto de las hordas trágicas.
Afuera de mi jaima hay otras jaimas. Tratamos, apenas,
de ser buenos vecinos, en la desértica amplitud que constituye no saber si hay
mañana cuando cae la noche día a día.
(De: Quemaduras y otros algoritmos - prosas atrapadas)