A veces, en medio del cansancio de esta compilación de
batallas perdidas, ella me recoge como si rejuntara leña para armar un buen
fuego o quizás, como si fuera levantando los huesos que mi esqueleto harto va
olvidándose por los caminos, en sus idas y vueltas sisifoicas.
Me hace reír en algunas ocasiones y entonces, parece
que tuviera otro rostro además del que tengo. Me adivino otro rostro, un poco
menos ácido, un poco más humano. Un rostro que puede albergar una mirada
emocional que no precisa del brillo limado de su quitina inmóvil.
Me descubro azorado la sonrisa y puedo disfrutar de
ese momento en que mi boca muta desde el rictus al canto.
Los niños del poblado me hacen el mismo efecto
benefactor, cuando, después de la clase, ya pueden señalar su país en el mapa,
sus ciudades, sus ríos y sus árboles. O pueden sumar y restar, haciendo
morisquetas de niños que quizás nunca lleguen a diplomarse en infancia y sean
solamente esa pequeña fuerza efímera que aprende con un maestro improvisado a
deletrear y a escribir sus nombres.
Pienso en estos momentos como en un día que se
ensancha y se completa por la luz de otro sol mejor.
Los niños tienen hambre. Para atraerlos a esta escuela
breve de una precariedad que es casi llanto, comenzamos por darles de comer
sentados en el aula, sobre el suelo, porque asientos no hay. Como si fueran
presas de cazadores primitivos, los atrajimos con platos de comida. Luego,
ellos se quedaron por sí mismos, para saber del mundo que no sabe de ellos.
El asombro de los niños es algo que se parece a todas
las maravillas. Mirar los ojos ávidos que interrogan a las viejas historias de
los hombres como si fueran nuevas, me produce la misma sensación que me produce
un mago.
No hace mucho, le dije a ella que he edificado tantas concéntricas
murallas a mi alrededor para que no me dañen, que ya no sé dónde quedan sus puertas
y estoy atrapado en esta fortaleza inexpugnable, porque no recuerdo cómo salir
de ella. He extraviado las puertas, le expliqué.
Cuando estoy en el aula con los niños, mis murallas se
abren y entra el sol.
Ellos, mis pequeños y hambrientos magos, son capaces
de encender el sol.
(De quemaduras y otros algoritmos-prosas atrapadas)