Tratando de apagar un
despertador que nunca alcancé con mi mano, para variar me caí de la cama,
porque lo que en realidad estaba sonando, era el teléfono del servicio.
La paz me aturde, me hace
perder esa condición de conejo alerta que siempre está corriendo por su vida y
me sume en una estática y culposa alegría. Dentro de ella disfruto de mis hijos
pequeños y me regresa el niño que nunca alcancé a ser. Por eso, pierdo o mitigo
mis reflejos primarios, mis reflejos convulsos de pronta respuesta. Los
apaciguo como a mi fiera que se vuelve dócil y obediente.
Del otro lado de la línea, mi
hija mayor.
He aprendido a conocer su voz,
su expresividad, su respiración, su pausa, las entonaciones de sus daddy o lo
que es peor, de sus aba, que no es abî (papito mío) sino aba, papá. Shlomjâ,
aba… y antes de que la voz de mi hija Ionit termine con el saludo casi
protocolar en este amanecer, yo ya sé que ha ocurrido una tragedia y en el
hueco donde se supone que aún tengo un corazón, muere otro pájaro.
Apenas digo ken (si) y el batî
(hija mía) se me muere entre los labios, porque Ionit no espera mi silencio y
se precipita hacia la narración. Trata de ser formal, pero sus genes paternos
de escritora la llevan hacia los pormenores con una celeridad de cataclismo.
Yo escucho, todavía en el suelo
y contraído, mientras siento el repique de sangre en el cerebro, dentro de los
oídos y como se me agujerea con no sé qué taladro la garganta, mientras el
pecho se me queda líquido, completamente irrespirable.
Ionit termina su descripción
del ataque al puesto humanitario que tenemos enclavado más al sur, con una voz
suavemente craquelada, que se quiebra en miles de partecitas, aún así,
inseparables. Su voz se vuelve un parabrisas sobre el que acaba de impactar el
golpe de una piedra.
Yo estoy aquí, con esta
enfermedad que no da tregua y que ni mato ni me mata. Estoy aquí, civilizadamente
a salvo mientras dura el tratamiento que me ponga de nuevo operativo para
enfrentar el drama del servicio y toda mi gente está allí, al final de esa
línea de teléfono que Ionit ha usado para notificarme que se han muerto
compañeras con las que hemos viajado al infierno tantas veces, y de las que
tantas veces he escuchado la risa de alegría, cuando han conseguido ayudar a
dar a luz un niño o salvar de la muerte a otra mujer.
Mi silencio es tan largo y tan
humano, que mi hija me pregunta si sigo estando en línea.
Lo único que se me ocurre
preguntar es qué estaban haciendo sin custodia. Y Ionit me responde que estaban
festejando alguna cosa con un grupo de mujeres de esas que sus familias ya no
miran.
Como no tengo a quien culpar,
me culpo yo, que debí estar ahí y no aquí, porque hasta cuando estoy muy
enfermo preveo los desastres.
Ionit murmura: No llorés, abî.
Yo solo siento la fiera en mi
interior, desplegando sus alas de ángel negro, con suave parsimonia vengadora.
(Gordiano - Diarios del Sahel)