Desde
el polvo, la vida levantó rápidamente sus harapos, se vistió como pudo y siguió
viaje.
Siempre
es así. Todo es un continuo que no se paraliza aunque parezca quieto, aunque el
tiempo mimetice el estatismo a la repitencia de sucesos símiles. Pero en
realidad, son nuevos sucesos que solo repiten un guion parecido, nunca igual.
Después
de las catástrofes, aparece sobre las cosas una tranquilidad diáfana. Ocurre en
el exterior de las emociones. En el exterior, yace la detención, esa quietud de
fotografía de almanaque, la captura extática de un momento en la vida.
En
las emociones, sin embargo, el remolino lentamente se apega a esa tierra
impropiamente inmóvil y comienza a participar de la inamovilidad con timidez
mecánica. Es cuando, al fin, admitimos que no hay nada qué hacer frente a lo
sucedido y que lo sucedido, sucedió.
Nos enjaulamos con desazón en las rutinas, casi sin
evocar, sin repensar ese otro momento inquebrantable en que llegó el desastre
con sus garras y se llevó de nosotros tres afectos, tres mañanas, tres risas,
tres vidas que luchaban por coser los harapos de esa otra vida que nos rodea aún;
tres compañeras.
Nuestro
presente, ahora, tiene tres magias menos.
Creo
que se está acabando en mí esa capacidad para inventar futuro y proponer
quimeras.
Moby,
el australiano, me consuela con su duelo parco, también insuperable.
—El
que viene hasta acá, sabe a lo que se expone —dice, reflexionando—. No te
culpes más. Todos sabemos lo que puede pasar cuando aceptamos misiones como
esta.
El
y yo estamos de pie, al borde de las edificaciones, mirando el horizonte de las
guerras y sabiendo que la lluvia que esperan las huertas, no llegará tampoco
hoy.
(De: Gordiano - Diario del Sahel)