«¿Cómo era la historia antes de que todos decidiéramos huir?¿Huimos, realmente? En realidad solo buscamos otros territorios, otras aldeas, otras jaurías y nos acomodamos en ellas. No hubo premeditación. Fue solo necesidad. A veces, apenas la ocasión de mudanza. Un cambio de aire.»
Gira el volante. La camioneta se desliza con suavidad por el playón del estacionamiento. El hombre levanta la mano, saluda a la guardia, sale sin prisa. Todo tiene un desértico estatismo. Atrás, queda un bullicio intrépido y vocacional. Piensa en sus aspirantes, un momento. Sentados ahí, en el cuarto sin alas, discutiendo un pasado de estrategias. El hombre los llama “los del casting”. Siente por ellos una liviana compasión.
«¿De qué están constituidos los regresos?¿Cuánto de nostalgia hay en la ansiedad o la ansiedad es solo una sensación salobre en la mitad del pecho y una percepción de lazo no ceñido pero presente, en la garganta?», piensa, mientras la camioneta toma la cinta asfáltica y se desliza sobre ese lomo gris y sin escamas, una serpiente fabulosa, una serpiente mítica —omite pensar bíblica—, un duro lazo con el progreso dentro de esa zona sin lloviznas. Mientras piensa, ve refulgir ese cielo constante y singular, donde nada refleja lo que ocurre en la tierra sobre la que se esparce su fulgor.
Los del casting lo tienen sin cuidado. Se quedan allá, en el edificio parco y alejado del mundo de todos los demás. Se quedan, atrapados con sus postulaciones y sus expectativas. No sabe si le interesa el porqué de los del casting. Eso viene después. Los porqués que exponen no suelen ser jamás los verdaderos, los íntimos. Eso, se ve luego, cuando comienzan los desafíos y no porque los del casting los revelen, sino, sencillamente, porque afloran desde el inconsciente.
«Tendría que ocuparme primero de mis porqués», piensa, en voz alta, mientras con la mano derecha y sobre el volante, va acompañando el ritmo de la música que escucha. Es un gesto automático, de muñeco a resorte. Tiene esa costumbre. Bailotea, incluso sentado y conduciendo. La carretera vacía facilita eso de ser naturalmente grotesco en la confortable soledad de la camioneta, bailando sin bailar, «moviendo el culo», se corrige. «No bailo, muevo el culo», se corrige otra vez y percibe ese paisaje ancho y solitario en que se adentra como una nota inoportuna y casual. Una desafinación, dentro de esa enorme armonía exterior, donde los siglos pesan con una actitud consolidada.
«He vuelto y aquí estoy. Esta es la tierra que siempre recibe mis huidas y es a la que huyen los que son como yo. Quizás, algún día, sobremos también en este lugar áspero. Pero está lejos ese momento. Puede que la historia no nos dé tiempo a sobrar también aquí.»
El paisaje lo atrapa con sus manos de polvo caluroso. La música prosigue. No hay pájaros. Luego de unas cuantas canciones, la ciudad.