Apendicitis crónicas (las páginas colgantes)

TEORÍA DE LA PROSA - IRRESPONSABILIDAD DEL VERSO - IMAGINACIÓN DEL ENSAYO - INCERTIDUMBRE DE LA REFLEXIÓN

Sin la luz


 

Aquello parecía un teatro y él se hallaba en la oscuridad profunda de la platea frente a ese escenario iluminado en que la obra transcurría y de la que era único espectador.

Estaba allí, en medio de una platea vacía, sentado en una butaca demasiado dura, pero cuya dureza podía diluir la dureza de las escenas de la obra.

Estaba allí sentado, con la incomodidad propia de clavarse sus propios isquiones que la dieta exhaustiva había hecho brotar como excrecencias irritables y que la rigidez del asiento embravecía contra la carne menguada, aferrado por la butaca, inmovilizado por ella y atrapado irremisiblemente por aquel escenario de luz mantecosa y por momentos titilante.

Era un lugar privilegiado, desde el que podía percibir cada detalle en los actores, sus matices, sus sonidos, su creación del personaje con visos de una verosimilitud tal, que todos parecían reales, no actores, sino reales, como si sus personajes se hubieran devorado a quienes los representaban y ahora vivieran allí sus vidas, tranquilamente, frente a él.

Pensó que aquel que llevaba los parlamentos largos era un actor excelente, digno, indudablemente, de toda su admiración de espectador. Su personaje debía exigirle un desdoblamiento que solo un gran actor puede asumir. Representar aquella crueldad y aquel sadismo con tanta maestría, sin ninguna duda requería de una sólida carrera actoral pero, también, de una transposición del alma para lograr tan increíble exactitud. Resultaba evidente que aquel actor tenía un oficio extraordinario para que la creación de sus personajes llegara hasta tal grado de pureza. Un maestro, pensó. Porque seguramente, cuando terminara aquella obra, el tipo aquel, delgado, eléctrico e inquebrantable por cualquier atisbo de piedad, se quitaría el disfraz que usaba sobre el escenario, borraría con crema de limpieza el maquillaje que envilecía sus facciones, vestiría su ropa de ciudadano común y volvería a su casa, con sus hijos, con los que jugaría al dominó mientras su mujer hacía la cena.

Lo del dominó se lo había escuchado decir antes de que subiera al escenario, cuando pasó a su lado sin advertirlo allí, en la oscuridad de las butacas. Hablaba con uno de los otros actores, un tipo pequeño, semicalvo, que escupía al hablar. El delgado y eléctrico le había dicho al pequeño y semicalvo, que aquello era como el dominó: «si tumbas la primera pieza, todas las demás caen; siempre juego a eso, recuérdalo».

Le pareció algo similar a lo que él había repetido también muchas veces: «Para desarmar un grupo hostil, ve por su líder. No pierdas el tiempo con otros. Ve por su líder».

Aquel actor había estudiado su papel hasta exprimirle todas sus aristas y como era el de los parlamentos largos, mientras que sus compañeros se limitaban a hacer lo que esos parlamentos les indicaban como acciones en la escena, se robaba la obra.

El otro actor que allí tenía casi la misma importancia que el de los parlamentos, era un tipo delgado pero fuerte. Podía ver que era fuerte por la completa marcación de la musculatura en todo el cuerpo desnudo, aunque el maquillaje que la escena requería había sido un gran trabajo del «face off».

El tipo que estaba desnudo, amarrado a una parrilla de resortes, como esas parrillas metálicas de los viejos catres de hospital, había sido maquillado por completo.

Desde la platea, la sangre que pincelaba  todo el cuerpo parecía real, igual que las heridas que alguno de los que tenían solo parlamentos cortos o se limitaban a obedecer sin hablar al de los parlamentos largos, le producían con algunos instrumentos de utilería que desde la platea no se distinguían con claridad.

Sí, le produjo una horrible impresión la tenaza de arrancar las uñas. Eso le dio un escalofrío intermitente y desesperado. Vomitó mientras pensaba que su horror era tanto como el del propio actor, al que le habían metido dentro de la boca un trapo también sucio con la misma sangre de utilería que le pintarrajeaba el cuerpo, de modo que la escena de sus gritos de dolor resultaba sofocante hasta la náusea.

Después de aquello, hubo una pausa. Un silencio sobre el escenario. Un estudiado intermezzo de suspenso.

El de los parlamentos largos caminó varios pasos y vertió agua en un jarro de lata. Había una botella plástica sobre una mesa, junto a un aparato que desde la platea parecía una radio antigua.

La escenografía en sí era bastante pobre, porque la obra parecía centrarse específicamente en el desarrollo de aquellos cruentos personajes y en la maestría con la que construían sus partes los actores, de modo que el espectador –en este caso él, en la oscuridad de la platea–, no echara en falta el bajo presupuesto del decorado.

El de los parlamentos largos bebió con lentitud y su mirada, de un gris casi argentado, lamió la platea premeditadamente, como si en el libreto estuviera que aquella mirada debía obligar a la participación de los espectadores.

Luego le indicó a otro de los actores, un jovencito sin parlamentos, al que parecían no haberle dado siquiera un bulo para lucir su voz, que encendiera la radio aquella.

—Eres un maldito cabrón… De verdad lo eres —recitó el de los parlamentos largos—. Pero mira, no te voy a dejar morir… Mientras yo esté aquí, no te podrás morir, cabrón. Vas a pagar lo que le hiciste a mi hombre. Ahora habrá que darle una pensión por invalidez y eso es un gasto… Así que lo vas a pagar tú porque no te vas a morir hasta que me digas todo lo que quiero saber. Te lo garantizo.

La radio extendió un zumbido extraño por el aire. Las luces titilaron un instante y luego otro y luego otro, como si en alguna parte del teatro se estuviera produciendo un cortocircuito. Titilaron varias veces más, y en alguna de esas bajas de tensión, tan bien conseguidas por el iluminador, otro personaje entró en escena.

—Si quieres que viva, déjalo descansar. No estás recargando una batería —fue lo único que dijo y como entró, salió del escenario.

El de los parlamentos largos hizo un gesto de elocuente molestia y luego, el pequeño semicalvo y el que no hablaba, cargaron a otro actor.

Este último representaba a un muerto al que un disparo le había volado toda la parte posterior del cráneo. Con diligencia, aquellos dos acomodaron al actor aquel sobre el cuerpo del que estaba desnudo. Podían verse los gusanos que salían por los orificios y se internaban en las heridas, así que desde la platea, la escena resultaba nauseabunda.

—Que descanses —dijo el de los parlamentos largos. Luego, se apagó la luz.

«Estas obras modernas son demasiado realistas y truculentas», pensó él, desde la platea, «aunque quieran recrear la realidad, son repugnantes. La próxima vez compraré boletos para un musical».

 

(Fragmento del libro: Sin la luz – ed 2020)

 

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Hubo algo de eso de quedarse petrificado, cuando vi este video. Así, petrificado como en las películas en las que el protagonista se mira al espejo y aparece otro, que también es él o un calco de él o él es ese otro al que mira y lo mira, en un espejo que no tiene vueltas. Y realmente me agarré tal trauma de verme ahí a los dieciseis años, con la cara de otro que repetía lo que yo dije tal y como yo lo dije cuarenta años antes, que me superó el ataque de sollozos de esos que uno no mide. Cómo habrá sido, que mi asistente entró corriendo asustado, preguntándome si estaba teniendo un infarto. A mi edad, haber sido ese pendejo y ser este hombre, es un descubrimiento pavoroso, porque sé, fehacientemente, que morí en alguna parte del trayecto.

Poema 2



"Empapado de abejas
en el viento asediado de vacío
vivo como una rama,
y en medio de enemigos sonrientes
mis manos tejen la leyenda,
crean el mundo espléndido,
esa vela tendida."

Julio Cortázar

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.

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1a. edición - bilingüe