Es el nombre que le puse al gato que traje de por ahí. Un pobre gato como esos gatos raros que me gustan. Los pobres gatos que tienen los dientes mellados a combates, las orejas varias veces atrapadas por un sacabocado y llevan la historia de su vida bordada entre el pelo raído y las hazañas.
Los gatos son lo mío y eso que tengo dos perros, uno de los cuales no me abandona ni a sol ni a sombra. El otro es de mis hijos, porque es a ellos a los que no abandona ni cuando lo llamo para alimentarlo.
La reacción del gato fue ignorar a los perros. Se movió entre los perros con soltura de gato que sabe que de un salto alcanzará la altura y los otros quedarán allá abajo, hechos un manojo de baba y de ladridos.
Lo miro acomodado como todo buen gato encima de mis libros mientras el perro duerme repantigado encima de mi cama. Tan diferentes en su territorialidad, ni siquiera disputan su lugar en el mundo de mi vida.
Dirimir tiene esa calma portentosa que lo vuelve seguro y compasivo. Es un buen cazador y se nota en su respiración de animal zen que observa desde el llano a tanto pájaro armando barullo en el jardín.
Confía en que es un gato, un pequeño asesino que también gusta de asesinar solo por placer, al que ya le he quitado dos o tres pajaritos de la boca con los que divertía su ocio matinal.
Dirimir y yo nos miramos y nos reconocemos. Hay en ambos algo de salvaje que es capaz de suavizar la zarpa cuando juega conmigo y yo con él, midiendo esa energía que tiene lo hierático para hacerse feliz.
Le cuento que me aburren muchas cosas y él me escucha. Amusga las orejas y me clava la somnolencia verde de sus ojos como si me dijera: «son las mismas que me aburren a mí».
Nos aburre lo que no toma riesgos y se mantiene ahí, esperando que le pongan la comida en el plato porque es incapaz de alimentarse solo. Se queda ahí y gimotea o exige, como todo lo inútil y si porque nos aburre levantamos la zarpa, huye bajo la mesa con su gesto de espanto hasta que pueda matarnos por la espalda.
Ya se ha robado cosas de encima de la mesada y las ha defendido con la ferocidad de un tigre diminuto pero consciente de su valentía. Se las dejé comer quizás porque yo mismo he estado en su lugar e hice también de tigre diminuto defendiendo la vida y el bocado.
Es un gato tardío, como yo. Tiene ese gesto sabio y manso de quien se ha mantenido con vida a toda costa y al que todo le ha costado mucho, por lo que ahora descansa encima de mis libros o si leo, se acomoda sobre mí a leer también. Ronronea con una afonía de motor gastado.
Le cuento de mi vida y él se solaza en la caricia como si lentamente mi mano pudiera hacer la magia de volverlo un cachorro y, a su vez, acariciarlo así, acariciar todo su estropeado arsenal de heridas varias, me hace sentir más joven y más nuevo.
El Freaky me preguntó si el nombre es turco o ruso.
Y yo le dije: Dirimir, Freak, del verbo dirimir.