Se deja de regresar cuando ya no se tiene a dónde ir y hasta uno mismo no es ya ese territorio que le pertenece. Se ha convertido en el territorio de otros.
Pregunto el nombre ¿Eij korim laj?¿Eij korim lejâ? y escribo en la portadilla la dedicatoria y estampo la firma, pero me siento un extraño que en realidad no soy yo. Un extraño que dedica y firma por mí los ejemplares del libro que acaban de presentar con un montón de considerandos elogiosos como «oscuridad del idioma», «horror poético», «realidad despiadada» y alguna otra cosa de esas, con las que el presentador/moderador, explicó el contenido y la semblanza del hombre detrás del contenido.
No estoy ahí.
Creo que ya no estoy en ningún lado.
No reconozco esta vida como mía ni a ese tipo sentado a la mesa donde se apilan los ejemplares y frente a la que hacen fila las personas con un supuesto protocolo sanitario, aguardando el momento de llevarse ese libro firmado y dedicado.
No sé cuándo fue la última vez que protagonicé una firma. A lo sumo y en muchas ocasiones, dejé la pila de ejemplares firmados con alguna impersonal mención y otro se encargó de entregarlos a aquellos fieles fans que un escritor cosecha a lo largo de su horripilancia.
Me dan cierto pavor esas cosas pero ahí me veo, vestido para la ocasión porque alguien que ahora vive en mi territorio de regresos eligió mi ropa de una elegancia casual pero elegante (apostando a que me vistiera con ella) y acomodó el cuello de mi camisa azul marino diciéndome lo guapo que estaba bien vestido.
Ya estar «bien vestido» implica que ese no soy yo o que no era aquel yo sino este, que ha dejado de regresar y se ha afincado como un animal que se arrima a una sombra bajo la que se echa porque está demasiado cansado como para seguir su viaje. Luego, muere ahí.
Las personas me hablan durante esos segundos en que permanecen frente a mí. Me hablan con la devoción y la reverencia con que se habla a un tótem, pero yo soy como un tótem, de muy poco hablar, así que apenas atino a ciertos monosílabos de compromiso para con el entusiasmo de mi interlocutor.
Otros hablan por mí. Se esmeran en hablar por mí que solamente puedo escribir para explicarme.
Los invitados ya conocen esa faceta muda que me envuelve, así que poco intentan explorar en mi silencio con sus averiguaciones y prefieren hablar con los relacionistas públicos o con otros invitados, incluso con mis hijos pequeños que disfrutan del ágape y me observan pegado sobre un espacio que ellos no saben de mí más allá de lo que les digo cuando entran con sus preguntas y sus exigencias a mi mundo: «ahora voy, estoy escribiendo». O lo que les dice mi mujer: «Dejen escribir a papá».
Lo extraño de este tipo en el que no me veo, es que aquel que conozco era capaz de escribir en toda circunstancia, incluso bajo fuego.
Este que perdió los regresos, ni siquiera tiene ganas de escribir.
Quizás llegó extenuado hasta esa sombra de la que hablaba antes y recostado allí descubre que es el último territorio de su vida. O sea, el de su muerte.
—El mismo titán triste de siempre. Como no te den una Delegación rápido, vas a morir de pena. Eres el único hombre en el mundo al que el descanso le hace daño.
Mi suegra sonríe mientras dice eso y me extiende una copa de agua. El champagne me hace mal.