—Tu deseo era participar en una guerra como tu último servicio antes de dedicarte directamente a la reserva ¿verdad?¡Voilà!¡Cumplido tu deseo! —dijo el genio que habitaba en el cóctel molotov, al ser liberado.
Luego, se fue por allí, a cumplir otros deseos parecidos al que acababa de cumplirle a él.
No alcanzó a ver al genio. Solo escuchó su voz hablando en su cabeza, como ahora escucha el breve crepitar del agua caliente cuando cae y resbala por su cuerpo, limpiando pátinas que nunca conseguirá limpiar.
Levanta el rostro y el agua golpea sus ojos y desliza entre sus labios. Puede percibir el sabor de esa infiltración sobre la lengua pero se queda así, sintiendo la invasión del agua en un país sin agua como es él.
Desnudo y encharcado ahí, no espera nada. Solo dejarse estar un rato blanco, sin pensamientos, sin sonidos, sin él. Dejarse estar con desconocida mansedumbre, con inaparencia, convirtiéndose en barro corroído que pronto se irá por el desagüe a las cloacas a las que pertenece.
Separa los brazos y apoya las manos sobre la pared de ese cubículo de ducha ya colonizado por el vapor como por una niebla blanda que todo lo distorsiona. Se oculta ahí, en esa nube cada vez más densa, con los ojos cerrados y el agua sobre él.
Una evasión. Eso es el momento. Una evasión y luego, la realidad ahí, golpeando esa brumosa luminosidad del vapor para romperlo como se desgarra un algodón de azúcar a devorar.
—Nuestro defecto es que nos han enseñado a cuestionarlo todo. A hacernos preguntas y a hacer preguntas sobre todo y a poner en tela de juicio absolutamente todo. Somos incómodos y pertenecemos a una raza incómoda que además, no se calla… tzavar.
—¿No me decís Aivan?
—¿Tengo razón? Claro que la tengo, tzavar.
—Mejor tzabra, Benedict, como me dice el Freaky. Conmigo no necesitás hablar hebreo. Yo no tengo ganas de hablar.
Sucede otra vez el silencio. Sucede el agua, el vapor, la diminuta inexistencia que uno mismo se prodiga en la evasión a lo irreal.
Entonces, llegan las manos y los brazos, que recorren y abrazan la desnudez y establecen un dominio suave sobre el cuerpo del otro que está ahí bajo el agua.
Se gestan en el movimiento de la bruma y se materializan en el ademán conocido y reparador de la carne tangible, depresible, sedosa en su ansiedad.
Las manos acarician y los labios se beben unos a otros el agua que los moja con su viejo sabor que una vez más renace y se sostiene en ese inapelable nudo de las lenguas.
La mujer, empapada y perfecta, le sostiene a él el rostro delante de sus ojos, un instante. Luego, con exigencia mínima, casi obligatoria, le inclina la cabeza sobre su hombro y sobre su pecho hecho con pequeñas manzanas, a ese hombre indefenso de preguntas que no tienen respuesta. Y lo deja llorar.
Siempre pasa algo así cuando él regresa.