Apendicitis crónicas (las páginas colgantes)

TEORÍA DE LA PROSA - IRRESPONSABILIDAD DEL VERSO - IMAGINACIÓN DEL ENSAYO - INCERTIDUMBRE DE LA REFLEXIÓN

Del trabajo de a-gente (y otras leyendas urbanas - tomo II)


 «Al final, soy un tipo al que le gusta escribir diarios para que sus demonios puedan vivir libres»

 

Bitácora del coronel

Todo el día sentí frío.

Mis compañeros dijeron que hacía calor pero yo sentía frío.

Es invierno acá.

Mis compañeros dicen que el lugar es cálido. El termómetro también lo dice.

—Mierda… hace frío —dije varias veces. Busqué un abrigo en el placard.

Hay mucha ropa ahí colgada y el espacio es estrecho.

Nunca viajo con mucha ropa. Al contrario. Viajo con lo imprescindible. Pero ahí está colgada la ropa de los tres. Parece mucha ropa, porque es la de los tres.

El departamento no es grande. Alguien ya había alquilado este departamento porque, en principio, era solo para mí. Mis compañeros se sumaron.

Estamos acostumbrados a convivir. Lo hemos hecho durante los últimos cuarenta años.

Nos arreglamos con el departamento, como si fuera una tienda de campaña. Estamos habituados a nosotros mismos.

Esta vez no les pedí que me siguieran. Ellos me siguieron, sin preguntarme si estaba de acuerdo. No tienen nada mejor que hacer. Al menos, eso es lo que dicen. No sé si es verdad.

Mateamos. Son las seis. Ni siquiera hay luz.

Me levanté primero y preparé el mate. Es como si los lugares tuvieran costumbres.

Mis compañeros se sumaron al rato. Mientras tanto, estuve solo y sentí este frío que se vino conmigo todo el día.

Ellos no entienden cómo puedo sentir frío. «Vos, que siempre estás a temperatura de combustión», dicen y se ríen.

Sonrío. No contesto. Soy poco locuaz. Además, lo que siento puede ser otra clase de frío. No les digo esto. Solamente lo pienso.



במשרד

El lugar está vacío.

Llegué temprano. Es una costumbre que tengo y con la que acostumbro acostumbrar a los demás a ser puntuales. Por lo menos, puntuales.

Choqué con la empleada de limpieza. Me miró un rato, después del saludo. Creo que la alteró que alguien llegara tan temprano, en medio de su trabajo. No hizo preguntas. Solamente me miró un rato. Después siguió con lo suyo, porque yo me encerré en mi parte de la oficina.

Cuando dejé hace un tiempo este lugar para ocuparme de otro, había orden. Ahora no.

La empleada terminó su trabajo y me avisó que se iba.

No es la que yo había contratado en mi asignación anterior. Es nueva. Su falta de curiosidad me alarmó.

Un tipo nuevo llega a un lugar como si fuera suyo, se mueve por él, revisa, husmea, no habla, solamente pulula ¿y no despierta curiosidad?

Le pregunté si no quería saber quién soy o qué hago ahí delante de ella.

—Es el Jefe de Redacción—dijo, con obviedad.

Entendió que el mío era el cargo jerárquico, porque esta oficina dentro de la que hablamos, es para el jefe. Le pregunté su nombre. Me dijo: María. Después repitió que si no precisaba nada más, ella se retiraba.

Le hice un gesto. Ella se fue.

De lo que yo dejé, no queda nada. Tampoco dejé tanto como para que alguien lo conservara. Ni siquiera el orden.

A la mujer de la limpieza se ve que los anteriores le dijeron que éramos una oficina de prensa o alguna cosa así como la corresponsalía de algún medio ignoto.

Lo de ser Jefe de Redacción me hizo gracia. Después reparé en que eso anunciaba el cartel de vinílico en la puerta de la oficina que ocupo. Un eufemismo.

No podría decir que me fastidió aunque sí me fastidió.

Estoy huyendo de ese cargo, puesto, peso, mochila, dolor. Intento regresar a mí y resulta que acá soy «Jefe de Redacción». Parece karmático.

—La puta madre que me parió —digo en voz alta. Vuelvo a notar que siento frío.

Mi nueva tropa comienza a aparecer.

Como todos los que no son míos, seguramente me conocen de oídas. La voz se corre, siempre. La gente se fabrica su propia película en base a lo que escucha. Después me ven y se desilusionan, porque se encuentran un «flaco de mierda, con cara de boludo y que parece que no mata una mosca». Por lo menos, ésta no doy el tipo tísico de la última vez, en la que el Polanit me dijo que parecía un pez disecado. Un pobre pescado. (Otro eufemismo de por aquí).

El que parece el más avispado de los que van llegando, toma la voz cantante y me presenta antes de que yo me presente. Se lo debe haber encargado el  «Jefe de redacción» anterior, el removido. Seguramente le habrá dicho: «Mirá que mandan a fulano» y el tipo hizo su investigación sobre mí y ahora está ahí y me presenta.

Aunque soy coronel, no se usa decir eso. Pero el tipo lo dice igual, como si tuviera un peso natural que debe ser resaltado. Algo que marque diferencia, jerarquía, alguna cosa así. En estos países, el rango cobra un sentido extraño, que gravita.

Todos me saludan. Estrecho las manos. Les dirijo una arenga breve, de esas en que solamente me interesa especificar lo que pretendo: «Conmigo, el que no mueva el culo, allá tiene la puerta».

El avispado, que parece también a esta altura el portavoz y por ende supongo que está destinado a ser mi segundo, me replica: «Sabemos cómo trabaja, coronel Aryaisz. No va a tener queja».

—Prefiero «jefe»…Esto no es el ejército —digo yo a mi vez.

De ese modo, comienza la primera jornada laboral, todos con las mascarillas puestas porque aquí la pandemia está en pleno apogeo.



Bitácora del coronel

¿Día dos? Debe ser.

Cuando uno anda de través, no te sale bien ni el mate. Digo que la pava eléctrica no calienta bien el agua. Antes de ofrecer el mate apunto que está asqueroso, tibio, uruguayo.

Los uruguayos empiezan tibiecito, como para no quemar la yerba. Tibiecito, casi frío.

Uno de mis amigos dice: «que no te oiga Beera» y replica que la pava eléctrica anda bien. «Ayer me puteaste porque el té estaba hirviendo», agrega y el otro apunta: «sos vos, no la pava».

Mis amigos confabulan junto a los electrodomésticos.

En «la corresponsalía», como le dicen a la oficina todos los que conocí en mi primer día como Jefe de Redacción, deben estar al tanto de mis manías, por eso de: «Miren que mandan a Fulano» y si mandan a un Fulano en reemplazo de un Mengano, lo que en realidad están reclamando es diligencia en los procedimientos y contracción al oficio. Algo que el tal Mengano no logró convenientemente.

Los de la corresponsalía le dicen «la corresponsalía» para no equivocarse al decir en qué trabajan. La repetición crea el hábito. Voy a tener que acostumbrarme yo también a decirle así.

Estudié los legajos del personal en el avión. A veces, no es el personal el que falla sino que falla el que lo comanda. Me ha pasado alguna que otra vez, con alguno que supo comandarme en estas encomiendas.

Volviendo a mis manías, cuando uno anda de través no solamente le sale para el culo el mate. Yo empiezo con la música, cuanto más lúgubre, mejor.

Espero que alguien con buena voluntad les haya avisado a los tipos a mi cargo que me encierro y le doy a la música como si se tratara de uno de esos interrogatorios densos en los que uno queda con la cabeza quemada y un temblor medio raro en el pecho, hasta que después de mucho de eso, puede arrancar lo que quiere saber.

La gente piensa que solamente el interrogado la pasa mal. Yo diría que es uno el que la pasa peor, si no usa «ciertos métodos». El desgaste es parejo pero uno se come el garrón de la impotencia durante el tiempo que le toma enterarse de que tiene que cambiar de recurso. Pero ese soy yo, el cabezadura, que no empiezo por el último recurso sin haber gastado toda la batería de los que me gustan a mí que son las pulseadas mentales sin violencia. Es lo que me ayuda a dominar la mía, mantenerla a raya, ejercitar la inteligencia y no el músculo. Si preciso ejercitar el músculo, le pego una serie de puñetazos a la bolsa de arena. Uno crece. Tarde o temprano madura.

«Quiero, sí, una bolsa de arena», dije, como condición para venir. Tengo mis extravagancias.

Con tal de que viniera, algún diligente de por aquí colgó una bolsa en el garaje y anexó una cinta para correr y una bicicleta fija. Yo no pedí eso, porque soy más bien de las dominadas. Y correr, corro al aire libre porque eso te hace libre.

Por lo menos era lúcido y no metió todo ese aparataje adentro, porque no hubiéramos conseguido acomodarnos.

Tiro la yerba y repito que el mate está hecho una mierda. «Qué mierda de mate», protesto frente al tachito de la basura, lleno de yerba.

—Che, saquen esto, carajo… Se va a llenar de mosquitas de la fruta —ordeno.

—Sacalo vos, que sos el primero que sale a laburar. Tomátelo como una rutina. Yo limpio y él cocina. Como en las vacaciones…



במשרד

Además de leer las desgrabaciones, pedí las cintas para escucharlas. Los tipos se lo tomaron como que yo dudaba de su capacidad para la transcripción. Pusieron su mejor cara de orto, pero me alcanzaron los pen sin chistar. Después escuché que uno le decía a otro: «Este debe pensar que porque vivimos acá no entendemos lo que escuchamos». Se referían al idioma de las grabaciones que ellos desgrabaron.

En cierto modo, es como dicen. Se les escapa una palabra y la cagaron. Se les escapa la única puta palabra que sirve entre un montón de pelotudeces, y la cagaron. A veces, apenas se trata de un matiz en la pronunciación, aunque el idioma sea el mismo y aunque el transcriptor sea un experto, como es, porque si no, no sería el transcriptor.

Los pendrive son un montón de pendrives. Voy a estar todo el puto día escuchando esta mierda. Y también los que siguen, porque son horas y horas. Por lo menos me alivia que los tipos monitorean bien. No son tan inútiles como me dijeron mis superiores, cuando me manifestaron la excusa de por qué me mandaban de nuevo acá, cuando para mí, «acá», era una etapa completamente superada.

Cuando el Primer Ministro hizo su célebre primera visita protocolar a estos lares, yo estaba al frente de la bitajón. Me fue muy bien, porque de las dos partes, país receptor y país visitante, hubo una buena sincronización. Pepita la pistolera será lo que será, pero es una mina con huevos y con ella se trabaja bien. A mí me gusta la gente que pone garra y que va al frente. En el frente, todos podemos cometer errores, pero estamos en el frente. No se puede decir eso de otros, que se quedan atrás y guardaditos y después te despellejan vivo.

Cuando uno tiene las ideas claras sobre lo que hay que hacer, aparecen todos los tibios a ponerte palos en la rueda y en el escritorio de tu superior se apilan las sugerencias de «remoción del cargo», solamente porque le tocás el culo al status quo.

Llamé a mi amigo, el otro coronel, y le dije que había vuelto.

Alguna vez trabajamos juntos, él en su función y yo en la mía, pero coordinados, porque el que sabe de contraterrorismo soy yo y hacíamos una buena dupla contra los narcos y la trata, cuando los tipos con los que se encolumna me contrataron porque los míos me dejaron en banda. Todo sea dicho, la cagada me la mandé yo, por exceso, no por defecto. Y aunque era una cagada menor, la superioridad siempre es ejemplificadora con mi clase de elemento díscolo, aunque después, cuando se les pasa la calentura, me manden a destinos complicados porque en esos me desenvuelvo de puta madre.

El tipo me dijo que teníamos que vernos. «Como no te vengas hasta acá», respondí yo. Igual quedamos en vernos como una buena expresión de deseo.

No voy a complicar a mis dos camaradas para que se pongan a escuchar toda esta pila de mierda. La cagada es que no puedo escuchar música al mismo tiempo que escucho hablar a esta gente capturada en los pendrive. Necesito escuchar música. Me resulta catártico y sanador.

No tengo un buen momento y por eso dije que sí a este trabajo. No porque me gustara la comisión. Igual, la encuentro divertida. A veces me agarran esos arrebatos y largo todo y me voy por ahí, a comisiones que de otro modo no agarraría.

Me pasó lo mismo aquella vez de Tánger. Me reboté mal. Emocionalmente, me reboté mal y dije: «sí, tiro todo a la mierda y me voy de la noche a la mañana». Y eso hice. Me fui de la noche a la mañana. Después escribí un libro con el título de lo que sentía: «Congoja». Era lo que sentía, pero en el título del libro acomodé eso un poco. Ahora me lo pidieron unos italianos para traducirlo a varios idiomas. Qué ridículo.

Ya no estoy en eso del escritor al que traducían. Ni siquiera puedo decir que esté en eso de «escritor», por más que en mi país me dijeran que tengo mi lugar asegurado en el Centro Amos Oz de Estudios Literarios, dependiente de la Universidad de la cual provengo y consolidado en la ciudad en la que vivo.

Cuando me lo dijeron yo dije: «cuando vuelva». Ellos dijeron: Najón.

Decía que me dan esos arrebatos raros cuando no alcanzo a defender esa parte de mí que yo sostengo que es noble. Esa parte hace agua y antes de que se hunda, reboto y la saco a flote. Lo hice toda mi vida. Lo violento y animal, salva a lo débil. Puro instinto. He aprendido desde muy chico a sobrevivir en las peores circunstancias, así que sobrevivo.

La vida me ha dejado unas cuantas taras que me quedan bien.



Bitácora del coronel

Día tres.

Los mates siguen estando asquerosos.

Uno de mis camaradas dice que es el agua. «Dejá de romper las bolas con el mate, Cuervo. Es el agua», dice.

Yo sé que no es el agua. «Ni el mate, carajo», digo, para mí.

He estado en tantos lugares que sé cuándo los sabores dependen del agua. Son otros sabores, no sinsabores, pienso.

A través de la puerta que da al patio, veo llover.

El patio es lindo. Está lleno de plantas. Creo que hace las delicias de mi otro camarada, el botánico.

En la casa voy viendo las cosas de a poco. Las descubro de a poco. En el trabajo, cuanto antes mejor, así que en dos días me hice prácticamente con todo el panorama. Es bastante parecido al que yo dejé, como si no hubiera habido nadie después de mí. Las cosas nunca son tan estancas. En estos asuntos, menos. En cierto modo justifico la urgencia de mandarme acá. Yo había movido mucho el avispero. Con los que me siguieron, parece que ni siquiera hubiera habido avispas.

Por haber movido mucho el avispero, mis camaradas tuvieron que llevarse a mi familia entre gallos y medianoche, para ponerla a resguardo.

Este es un trabajo para hombres sin familia. Tener una familia te condiciona, te sujeta, te vuelve un blanco. Antes había códigos y nadie se metía con las familias ajenas. Pero en este momento de guerras multidimensionales, no hay ninguna clase de código que no responda al «vale todo». No se salva nada y no se salva nadie.

A mí, los códigos me jugaron en contra muchas veces, hasta que hice la gran Groucho Marx: «Si no le gustan mis principios, tengo otros».

De todo se aprende si hay que sobrevivir. Incluso a cambiar los códigos, aunque, como siempre digo, la mierda también tiene los suyos.

No sé si quedamos todavía de aquellos que los respetaban.

Antes te consideraban un tipo que tenía honor. Un tipo «íntegro» entre sus colegas, vinieran desde donde vinieran. Ahora, uno mismo empieza a pensar que es un boludo si no se sube al tren en que viajan todos los demás y los empieza a tirar a las vías, como ellos harían con uno, sin dudar, cuando les toque.

En todos los ámbitos es igual. Incluso en los más íntimos, los más personales, es igual. Los que conservan sus códigos son los únicos que se joden.

Me voy a acostumbrar a los mates de mierda, como me acostumbro a todo. Tarde o temprano, las cosas que me joden empiezan a formar parte de mi vida y ya no veo diferencia con una vida mejor. Debe ser que tengo el poder de adaptación de un lagarto o de una cucaracha o de una rata. Algo deja de importar y se sigue así, sin que importe de nuevo y sin sentir la diferencia entre una y otra situación.

Me traje trabajo a casa. Las desgrabaciones son tantas que todos los momentos son necesarios para escucharlas.

Me calzo los auriculares pero mis camaradas dicen «no te pongas autista, escuchemos todos». Eso, en nuestro código, quiere decir que el barco es comunitario y que ellos no están aquí de vacaciones, sino para colaborar.

Nos acostumbramos a llamarnos por nuestros nombres de guerra. Si me preguntaran ahora cómo se llaman realmente mis amigos, tendría que ponerme a pensar. Llevamos demasiados años llamándonos de otra manera.

El Freaky, el Japo. El Cuervo soy yo. También tendría que ponerme a pensar cómo me llamo. Después de tantos alias, cualquiera de ellos puede ser mi verdadero nombre. Incluso el que uso ahora y por el que me conocen en la corresponsalía.

¿Qué conservo de mí?

No lo sé.



במשרד

Los tipos no perciben en mí alguien formal. Tampoco predecible. Están un poco como en ascuas, esperando a ver.

Quedan pocas desgrabaciones de lo que me interesa, así que ya tengo el panorama. Sé a quién tengo que sacar del tablero para cortar una de las cadenas. Rapidito que es uno para estos menesteres.

Como lo tengo claro, quiero verlo de cerca.

Cuando uno ve las cosas de cerca y por uno mismo en vez de verlas por los ojos ajenos, nota los matices que las explicaciones no logran traducir. Y a mí me gustan las certezas que me dan mis propias asociaciones con el objetivo frente a mí.

No es que no les confíe a estos tipos en particular, como dice el Avispa. Le puse así al avispado, para no decirle avispado. Cuando lo llamé por primera vez así, los otros se rieron. Dijeron que el sobrenombre le iba justo.

Repito que no es que no les confíe particularmente a los tipos a mi cargo. «Yo no confío en nadie, no es personal con ustedes», le expliqué al Avispa, que me dijo que habían hecho bien su trabajo.

Hablé sin alteración, sin que fuera una orden, como un comentario más, en un monotono que no sonara a excusa sino a lo que es. Una realidad.

El Avispa es joven. Me recuerda un poco al Polanit. Dispuesto, voluntarioso, un poco arrebatado. Le digo que este no es un laburo para arrebatos sino un laburo de extrema paciencia. «Los arrebatos de último momento te arruinan las mejores operaciones», le digo.

El Polanit me decía: «Usted donde va, hace docencia». Algo de eso hay.

Los viejos que hemos sobrevivido a todas las catástrofes, también hemos metido todas las patas, así que está bueno eso de apuntalar a los jóvenes que heredarán las guerras. No hay otra cosa para heredar en algunas familias.

Para obtener mis propias percepciones es que quiero ver de cerca el asunto.

El Avispa dice que me acompaña y yo le digo que no. «Dejame a mí», le digo. Pone cara de culo pero no se opone a su jefe.

Estoy distinto de la última vez.

La última vez era algunos años más joven y no había encanecido tanto. Tenía la barba retocada y prolija, casi como una sombra. Era otro cargo así que requería una fisonomía bastante más protocolar que la mía propia. Usaba corbata, el pelo corto y andaba con los anteojos todo el puto día, porque los anteojos te dan un aire formal, de tipo serio y culto que ocupa el cargo importante que le dieron en la Embajada. Digamos que te entrenan para cubrir el fisic du rol de todos tus servicios.

Ahora tengo bastante más canoso el pelo, pero ando con los rulos al viento y una barba que va para mosaica. También estoy un poco más rellenito que en mis días de enfermedad, en los que parecía un muerto viviente. Un pescado seco y embalsamado, decía el Polanit. Por entonces, nadie daba un centavo porque viviera hasta el día siguiente.

Digamos que me miro y me gusto en este papel. Hasta parece que tuviera menos años, que ya es decir. Entrenar todos los días ayuda a conservar en su lugar la carne que a los otros se les cae.

Frente al espejo, mientras me encajo los lentes de contacto (cosa que me va a obligar a llevar los de leer en algún bolsillo), miro a este que soy.

Como el que voy a conocer sea observador, va a notar la mirada. Uno no se puede sacar su propia mirada de encima. Es tan involuntaria como un tic, por más entrenado que estés. Por eso opto por los lentes de contacto, que te ponen extraños los ojos, casi estrábicos si los usás de color. Te hacen extraña la mirada, para que no te traicione.

Tengo los ojos negros, como buen tzabra. Un poco tristes y camélidos. Mi hija mayor heredó mis ojos.

De la colección de lentes de contacto, extraigo los de color miel de modo que ahora la mirada parece la mirada de mi gato. Me hacen profundamente boludo estos ojos de gato pachorriento. Para no verlos, los tapo con los lentes de sol.

¿Qué se ve de mí? Un madurito atlético e informal que viene por… Si tengo que hablar, algo se me va a ocurrir. Algún speech ad hoc.

De mí, se me ve justo a mí. Al que es realmente diferente del tipo de saco y corbata que quizás guarden las memorias. Sacando porque me encajé los ojos de mi gato, probablemente si choco con algún conocido, este va a gritar: ¡Cuervo, vos por acá! Espero que no. Que solo recuerden al de saco y corbata, con anteojos y aspecto intelectual, al que le gustaba hablar de literatura y de filosofía y era escritor.

Todo en mí es un era.

Salgo a la calle soleada y me voy a pasear por mi nuevo territorio.

Le encuentro, ahora que pienso en que este es mi nuevo territorio de caza, funcionalidad al color de lentes que elegí. Es de gato, sí, pero de esos grandes gatos del África. Los somnolientos y tardíos ojos de un depredador.



Bitácora del coronel

Ya dejé de renegar con el mate. Lo tomo como está. Eso tranquiliza a mis amigos. Les hace pensar que me estoy asentando y que se me está aliviando este peso en el pecho.

El desarraigo nunca me costó. Desarraigo con facilidad. Creo que es porque no arraigo nunca.

Pero a veces no se trata de lugares. Se trata de historias. Uno echa raíces en algunas historias y se queda ahí, como cuando echo el ancla del velero y me sujeto al radio de borneo que elijo en mi cadena.

Eso me cuesta. Desarraigar de las historias.

La última tenía las raíces muy profundas.

Me llevó años terminar de mutilar las sujeciones. Años, créase o no.

Pero no lo hice yo, en realidad. Yo pensé que había casi un «para siempre» en su profundidad. Si de mí hubiera dependido, hubiera sido un «para siempre». Pero dejó de llover ahí. Las raíces dejaron de encontrar agua. Hasta el tzavar necesita algo de riego, por más que su hábitat sean los desiertos.

No se puede transformar uno en una raíz desesperada. La desesperación no es lo mío, porque todo desesperado se hunde. Y yo soy un nadador, física y emocionalmente.

Algunas bengalas lancé, sin embargo. Demasiadas, para lo que soy yo. Pero si no hay nadie o si el que tiene que rescatarte está mirando a otro lado, te podés gastar en paz todas las cargas, que vas a seguir a la deriva.

Quizás no fui yo quién desenraizó su deseo de raíz. Quizás fue la tierra quien huyó y dejó a mis raíces a merced del aire. ¿Qué se hace con el aire? Volar.

La tierra no volvió. Yo tampoco volví pero antes de que me fuera y después de que me fui, la tierra tampoco. No hay tierra ni raíz, ahora. Solo vacío. Un enorme espacio habitado por seres que se quedan, no me explico por qué, si allí no hay agua.

—Te pegó mal el asunto.

Miro al Freaky, que está fileteando cebolla. Le gusta cocinar.

La mirada siempre traiciona y él conoce mis ojos. Los conoce incluso detrás de los anteojos y detrás de mis manos.

—Hacía mucho que se veía venir —respondo.

—No se te notaba.

—A este nunca se le nota un carajo, hasta que explota —apunta el Japo—.  Ahí te enterás de que estaba jodido hasta el caracú. ¿Qué pasó?¿No  leía your message in the bottle?

Lo miro. Le paso el mate. Cada uno se trajo su propio mate, pero usamos todos la misma pava eléctrica.

Los protocolos del Covid llegaron para quedarse, aunque los tres estemos vacunados «con tres dosis, por las dudas. En ese país gestionaron para el culo la pandemia», nos dijeron.

—¿Al final viste al muñeco? —pregunta el Freaky.

Digo que sí. Y agrego: «Envejeció mucho. No está como en las fotos. Así no lo va a reconocer ni su madre».

—A vos tampoco —dice el Freaky y libera esa risita de cuís gordo, que usa para algunas ocasiones.

Quiero saber por qué dice eso.

Me mira. Se ríe.

—Porque te volviste a apendejar, Cuervo. Sos como los divorciados. Te ponés lindo con las separaciones. Y… ¿sabés qué? Ese color de ojos que estás usando te queda mejor que el tuyo. Te hace los ojos tiernos, mucho más tristes. Las minas que te vas a tener que sacar de encima ahora…

—No te pongas rarito, Freak —lo llama al orden el Japo— Que este no le hace asco a nada. Y se cansó de decir que no cree en la fidelidad.

—Solamente creo en la lealtad. Pero la lealtad es una práctica, no una declamación —opino.

El Freaky enciende el televisor en un canal de deportes.

—Mejor a que empieces con tus disertaciones filosóficas —dice.

 

 



במשרד

Parece que es la primera vez que estos tipos trabajan así. Los veo tecleando frente a algunas cosas, como si no entendieran (del todo) que ésta también es una institución verticalista.

En realidad, nada de lo nuestro tiene esa verticalidad a ultranza que tiene lo mismo en otros países. Nosotros, allá –que no es acá–, manejamos una cierta transversalidad opinante. Mejor que estos tipos no lo sepan y consideren propia la verticalidad.

Lo transverso requiere de una conducta establecida por el orden natural. Allá gozás de libertad opinante porque va de suyo que conocés el orden de prelación y cómo funcionan las normas. O sea, se trata de una sociedad organizada y respetuosa, lo que te permite ejercer la libertad sin entorpecer la ajena.

Por acá, es justo al revés. El estado de anarquía es tan natural como el de marcha y contramarcha. Hay cierto penelopeismo: lo que se teje por la mañana, a la tarde se desteje, cuando no al mediodía. Si llega tejido a la noche cuando te vas a acostar, seguro que cuando te levantes a la mañana ya está destejido eso y tejida otra cosa que no tiene nada que ver. No hay seguridades en ningún ámbito y, «justamente por eso mismo», les explico a los tipos «nos asiste respetar los usos y costumbres del lugar».

Ya los escuché decir un par de veces: «los que decían que el tipo es raro, se quedaron cortos». El tipo soy yo.

Les había dicho «el único enemigo del que no hay que cuidarse es del que está muerto porque lo mataste vos».

Estos tipos que ahora tengo a cargo están acostumbrados a la «zona calma», donde terminás como un burócrata gordo, pasando informes que nadie lee porque pertenecen a la zona calma que por algo se llama así.

Yo vengo de los tumultos. Tengo otros códigos.

A los tipos les preocupa qué se hace con un cadáver y yo les digo que no se hace nada. Creo que ni en el entrenamiento vieron un muerto. La sangre y los papeles no se llevan. Pertenecen a cosmogonías diferentes, lo mismo que la calma y los tumultos.

«Alguien que entra clandestinamente, trabaja clandestinamente, confabula clandestinamente, también muere clandestinamente. Nadie va a reclamar a alguien que no está ni nunca estuvo», les explico a los que –debo suponer– son los de «a campo».

—¿Qué parte no entienden, señores? —repregunto.

Ellos no se animan a contestar que nunca neutralizaron a nadie y que lo más que hicieron fue eso de las grabaciones, las filmaciones y las caminadas para ver qué onda. La ley del menor esfuerzo.

Mis órdenes son bastante específicas.

No te mandan desde una zona de tumulto a una de calma para que te pongas gordo mientras descansás de los seísmos sino para que cambies la perspectiva del «acá no pasa nada» y limpies un poquito la maleza antes de que sea incontrolable y veas que te ahogó la poca siembra que el terreno permite.

Pienso que debí traer a mi propio grupo y no dejarme llevar por el consejo de mi superioridad sobre poner a estos paspados en órbita.

El Avispa anduvo averiguando cosas sobre mí. Sabe que estuve al frente del recupero de la valija aquella que después devino en todo lo que se vio por allá últimamente, como retrasos del plan exterminador del enemigo para asentar definitivamente su pata como potencia regional de la que todos tenemos que cuidarnos.  Sabe que me mandaron al frente de uno de mis grupos y que nos trajimos la valija y los científicos en el mismo acto de servicio en el que todos los que fueron antes que nosotros murieron.

Esas cosas siempre me han creado un halo de leyenda que se esparce casi como una fake news.

No es ni por loco ni por temerario. No es por audaz ni por heroico. Es porque soy de los pocos que se dedican a construir lazos con los habitantes de algunas regiones. Lazos de verdad, de esos que unen y que jamás se traicionan.

Dicen los que hablan a mis espaldas: «hasta los árabes lo quieren a este». En esta zona pasa un poco eso.

Cuando pido, es porque estoy dispuesto a dar. Si no, me ahorro la traición, porque todo el que traiciona será traicionado a su vez. No se duda en traicionar a un traidor porque los traidores son como la maleza. Se reproducen a mayor velocidad que los cultivos. No es mi raza. Y si por ahí me toca uno, dicen las malas lenguas que como cobrador no tengo precio.

Los tipos me siguen mirando sin emitir sonidos. Un poco me recuerdan a mi propia mirada sobre algún jefe que supe tener.

La verdad es que me tocaron tantos idiotas, que cada vez que me mandaban para este lado yo rogaba no toparme con un imbécil con el que iba a terminar a las trompadas y, como siempre, con un apercibimiento que me sacaba de juego hasta que lo resolvieran en la «casa central».

Allá entendieron que yo había nacido para jefe. Y eso que ya mis superiores del ejército se los habían explicado con pelos y señales. «Este es líder nato –como dicen ellos–, no se les ocurra que puede ser subalterno de alguien», supo leerme Beera alguna vez, en un memo que recibió después de sus quejas porque nos la pasábamos a las piñas ya que yo no le hacía nada de caso a sus órdenes y ella estaba muy subida al empoderamiento femenino.

Dicho sea de paso, muchas de nuestras diferencias las resolvimos en la cama. Ella me dejó hacer las cosas a mi modo y yo le hice un poco de caso, nunca el que ella hubiera querido. Por eso, no se cansó de repetirme hasta el último día: «sos insoportable, Cuervo… insoportable, insufrible, infumable». Menos mal que nos separaron. Yo me quede a cargo de su puesto y ella cruzó el río y ahora manda en otro lado, con gente mucho más dócil que yo, porque le va muy bien, según tengo entendido. Le tengo estima. Tiene lo suyo, Beera.

Los tipos están en corto. Lo sé. La palabra «neutralizar» se les atoró en la mollera.

—¿Alguno de ustedes, manga de pajeros, me quiere acompañar así les enseño cómo se hace? —pregunto, en un tono bajo y burlón, bien canalla que diría mi hija mayor. Sostiene que para algunas cosas me sale una voz que ella denomina «la voz canalla».

Ponen cara de ofendidos. De pelotudos ofendidos.

Dicen que sí.



Bitácora del coronel

En el supermercado compré un mate y yerba de otra marca. Necesito convencerme de que el mate intomable pasa por ahí. Que son esos elementos los que tienen la culpa del sabor horrible.

Como todo es Covid a esta altura del siglo, las costumbres también son las que son, así que no puedo probar la cebadura de mis compañeros para quitarme el entripado de que lo del mate espantoso es un asunto que me atañe solo a mí.

—Sos vos, Cuervo —insiste el Japo, cuando me ve curando el matecito nuevo—. Asumilo, viejo, sos vos. Vas a ver… vas a ver…

Yo curo con esmero al matecito. Digo matecito porque es de calabaza chiquita y no de los otros que se usan por acá, parecen cacerolas y son de madera de palo santo.

Quizás, como todo, el sabor o el sinsabor, o directamente el amargor férreo y despiadado, depende del amor que uno ponga al momento de curar. No sé si puedo curar este mate con amor. Ni siquiera estoy seguro de que pueda curar algo o curarme yo. No me pongo amor, como supo decirme mi psiquiatra cuando el síndrome post traumático que te viene con las guerras se volvió demasiado evidente. Debe ser eso.

El tiempo me ha ido quitando la luminosidad si es que alguna vez la tuve.

Siempre me vi como un espejo oscuro que se chupa cualquier rayo de sol y lo convierte en un haz de negrura. Me gusta ser así porque es mi mejor forma. Me muevo bien en esa sintonía sin ningún cromatismo delator.

Beera alguna vez me dijo que yo era como el charol: negro y brillante. «Lo del charol es todo para no decir que soy un negro brillante», le dije yo, haciendo alusión a mi origen cordobés. Ella se enculó. «No se te puede hacer ningún cumplido porque reaccionás como un negro de mierda, cordobés de mierda», dijo, porque se enculó.

En aquellos tiempos me gustaba hacerla encular. Me lo había tomado como un deporte de depredador que permite que una hembra cace en su territorio reservado solo porque le echó el ojo para sacarse el gusto de aparearse. Coger tiene mucho de dominar.

Aunque parezca que no, le tengo respeto a Beera. Es bastante buena en su trabajo. Y por acá, forzosamente tenemos que combinar actuaciones.

Le tomó su tiempo, pero aprendió a hacerme caso, a entender mi visión del asunto, mucho más informal que la suya, tan reglamentarista que muchas veces le dije que nadie puede correr si anda por el mundo vestido de momia «porque las momias están todas duras». Cuando le caía la ficha de que yo estaba en lo cierto y que había que hacer las cosas a mi modo, decía, con fastidio: «Dale, andá, hacete cargo vos, cordobés de mierda». También, alguna vez y llorando, me dijo que me amaba. Y yo le respondí que hacía muy mal.

Porque la respeto, le fui sincero y le dije eso.

Observo el matecito. La yerba húmeda tiene un gesto oscuro. Tengo que dejarla ahí, como si fuera un pantano, para que el mate se cure lentamente.

«Si curarse fuera tan sencillo…», digo en voz alta y el Japo, que está meta ocuparse de sus plantas, me pregunta «¿qué?».

Le hago un gesto de «no es nada» y él sigue en lo suyo.

¿Qué veo de mí?

El mate, con su pantano de yerba mojada, me devuelve una imagen que odio por su dicotomía. Es como ver en ese líquido verde y espumoso, algo que emparenta con la fetidez.

Visto así, no parece algo apetitoso, algo imprescindible como es el mate para todos nosotros, los que –aunque nos hayamos ido a vivir a otro lado– nacimos en este territorio de las cosas.

Es como lo que he tratado de expurgar en los libros. La feroz dicotomía.

Puedo retratar a ese ser con tres palabras:

oscuro

violento

vulnerable.



במשרד

—Qué quilombo les armó ese pelotudo a los tipos ¿no, Cuervo?

Se acaba de sentar frente a mí, en la mesa del café donde me citó muy temprano en la mañana. Me citó a través de uno de esos teléfonos que aunque mantenga encendidos, no suenan nunca. O suenan solamente en el momento en que es imprescindible hacerlos sonar.

—A veces decís las cosas y la gente no te oye —respondo—. Mucha gente piensa que sabe más que vos, porque la empaquetaron bien. Es lo que tiene siempre estar mirando desde afuera. No te empaquetan los que están adentro vendiendo humo.

—Por ahí, te hubiera convenido repetirlo un par de veces más. Viste que a veces es necesario insistirles.

Mientras me dice eso, se pide un café doble. Yo no me quité los lentes de sol porque junto al ventanal el resplandor es espeso. Me los señala con un gesto al tiempo que murmura «estás de incógnito».

Después de decir eso y frente al mozo que nos atiende, se decide por tostadas y alguna mermelada de las de por acá, que se alejan bastante de las convencionales de por ese allá desde donde procedemos de nacimiento.

—¿No estás un poco «madurito» para andar con el pelo así? —me pregunta ahora mi compañero de desayuno y se ríe— Siempre parecés más pendejo. Y eso que andás muy platinadito —observa.

Debe ser cierto, porque concuerda con mis amigos.

—Hay gente que se cree lo que dice —murmuro—. Y por eso parece que dijera la verdad. Los dos sabemos cómo funciona.

—Pero flor de quilombo les armó.

—Vos lo dejaste volar porque te convenía. Yo estaba en otro asunto. No era tu tema. Tampoco era el mío.

—Pero como vos sos más conservador, avisaste. Con esos tipos todo es al pedo. Con todos, no con esos en particular. Si te salís del molde de lo que te piden, te jodés. Te piden consejo, pero no te valoran el consejo que das. Y después, se dan vuelta cuando les conviene y te destruyen.

—Y después te vuelven a llamar —digo— ¿O no?

Mi colega se ríe.

—Igual, la pelotudez embarra gente que no tiene nada que ver y les hace mierda la vida —reflexiona.

—Mirá… cada uno sabe en la mierda que se mete y también sabe cuál es el objetivo de negociar con la mierda en la mierda. Entonces, nadie es tan inocente como quiere hacer ver después.

—¿Lo decís por el pobre periodista?

—Me acuerdo del rubiecito ese que ahora anda tan agrandado haciéndose el bananita porque le dan el prime time, regocijándose de lo que decía el otro y batiendo fruta, más agrandado que bizcocho en agua, con el «esto es primicia, posta, posta» y repitiendo el lujo que era tener al otro idiota en la mesa. Y cuando saltó la liebre, al «lujo» lo tiraron del barco y que se ahogara solo. Por lo menos, defendelo un poco, hermano, si te servía tanto para hacerte grande y convertirte en el mercenario que sos ahora. No le tires mierda vos también, porque te lo vas a encontrar en la bajada.

—No cambiaste un pomo —dice mi colega, con una risa de costado tan conspicua como él—. A mí, lo que más me jodió con el asunto del «falso inorgánico», es que con tantas boludeces nos hizo quedar a todos para el orto, porque le creyeron.

La tostada entre sus dientes hace crunchi-crunchi, como si estuviera masticando una bronca atrasada que se le triza, por fin, en lo certero del mordisco.

—Bueno… ahí tiene su merecido —afirmo—. Ese no la está pasando bien. Lobbista de mierda… no sabe que cuando nos hacen enojar, reaccionamos medio mal ¿no?

—Pero lo hice tarde… cuando se empezó a caer el castillo de cartas. Tenía que salvar a los míos. Yo soy como Dios. No hay que usar mi nombre en vano.

—Yo soy más drástico. Vos estuviste suavezón.

—Este lo hubiera limpiado apenas vio la primera ráfaga de olor a podrido —dice la voz de mujer.

Beera ocupa la tercera silla. Sonríe mientras agrega: «Que bueno verlos, señores… Juntos, como en los viejos tiempos. Todos para uno y uno para todos».



Bitácora del coronel

Día siete.

Estreno el mate.

Mis camaradas miran expectantes, como si se tratara de un truco de magia que todos tienen por imposible.

—Carajo con esta mierda de mierda y la puta madre que me reparió —mastico el sabor con rabia.

Mis camaradas ven volar el mate, estrellarse contra una pared y regar agua y yerba por todo el comedorcito.

No dicen nada y se dedican a lo suyo. Al rato, el Japo señala el enchastre.

—Limpialo antes de irte —me dice.

Antes de irme, limpio todo. Incluso le paso un poco de cloro a la pared, porque quedó un lamparón verde sobre la pintura blanca.

—No neutralices al muñeco, todavía… Creo que tiene cosas que aportar —me sugiere el Freaky que se dedicó a repasar algunas de las desgrabaciones. Abre la puerta que da al patio para que se vaya el olor a cloro.

Le habla a mi psicópata. Y mi psicópata le sonríe.

—Ya sé —le contesta.

A veces, en vez de ser siempre el que guíe, me dejo guiar por mis amigos. Son cercanos a mí y por eso los escucho. No me desprendo de sus opiniones sin analizarlas. No practico el poderío con ellos. Me va mejor con la humildad, porque mis compañeros tienen el peso específico necesario para contrarrestar mis veleidades de semidiós.

Ellos, además de saber cómo hablar con el psicópata, han descubierto mi lado de llorar. Pero a ese le hablan poco, porque saben que es mejor hablar conmigo para que yo reflexione y retransmita. Alguien me dijo que aunque digo que soy simplón, soy más retorcido que un laberinto de piedra, de esos que forman las grutas en las montañas del Kurdistán.

Yo digo que soy tan pero tan simple que por eso parezco tan complicado.

Me jode el tema del mate. Aunque sé que tengo que aceptar el asunto y que una vez aceptado, ya no me va a joder. ¡Pero es el puto mate, carajo! Es tan necesario como respirar.

A lo largo de mi vida me han ido faltando muchas cosas que eran como respirar. O me han fallado. Mi parte de nadador siempre lo compensó. Por eso, mi deporte excluyente es la natación. Luego el boxeo. Después las dominadas.

Si lo analizo, constituye una secuencia: lo solitario del desafío contra uno mismo en esa soledad de extraña acústica, como es el agua; la defensa de saber pegar y saber cansar al rival de uno mismo que hay en uno; y el esfuerzo de luchar contra el propio peso para vencerlo. El propio peso. Ese que se lleva dentro.

Mientras pienso, espero en el semáforo a que de la luz verde.

La ciudadela no se mueve demasiado a esta hora. Es temprano. El mundo subterráneo no se agita aún en este otro paisaje que lo oculta.

Tengo un motociclista a la izquierda. Monta una Honda New Ray 600. Gira levemente la cabeza y me mira desde dentro del casco que le cubre toda la identidad.

Yo también lo miro, detrás de los lentes de sol que cubren la mía y le digo: ¿La vendés? Te la compro.

Se levanta la visera y sonríe.

—Cash —digo.

En esta ciudadela pasan estas cosas, así que a nadie le extraña nada. Le tomo la chapa. Me gusta esa moto.

Los gustos hay que dárselos en vida.



במשרד

Estoy acostumbrado a que si doy una orden, mis subalternos no me hagan preguntas. Por algo la doy.

En algún momento dije que en nuestras formas está permitida la cuestión y el disenso y que muchas cosas hasta se discuten. Pero eso es allá, de donde yo vengo. Son otras ópticas porque cada uno sabe lo que tiene que hacer. No estoy muy seguro de que acá sepan lo que tienen que hacer o lo que están haciendo.

Al pendejo le dicen Barrilete, porque según sus compañeros, siempre anda por el aire. Es el hacker, dicen, aunque puede tanto serlo como no serlo. Por ahora, es el que anda en las pantallas, interceptando cosas. Parece hábil y felizmente no tiene ese aspecto de ratón nerd que se les atribuye a los de esta categoría como parte del fisic du rol. Este parece un cantante de cumbia villera y comparte, se ve, mi pasión por los tatuajes. Como yo, está todo tatuado.

Alguna vez me preguntaron por qué uno hace eso con su cuerpo. Los tatuajes son como los libros, registran momentos que no deben ser olvidados, registran convicciones, pensamientos, elecciones irreductibles. Son alegóricos. Los que uno se hace convencido, quiero decir. Los que la gente se hace porque es cool, tarde o temprano se transforman de ícono en estigma.

Le pasé al cumbieron nerd el papel con la chapa patente y le dije: «Buscame todo lo que encuentres».

Inocentón, el chico me preguntó «¿quién es, jefe?» y no me quedó claro si es porque piensa que yo ando un paso delante de todos o porque él no sabe para qué sirve acá.

—Es lo que tenés que averiguar —le contesté, reprimiendo esa cosquillosa sensación de fastidio que me asalta cuando las preguntas, por obvias, son idiotas.

El chico se abocó a mi pedido. Me vio la cara de pocas pulgas que se me pone sola, así que él se puso con sus pantallas y sus máquinas a trabajar.

Me dirían mis compañeros de hábitat que no puedo distraer recursos del sistema para darme un gusto personal, pero no se trata de eso. Conozco mis propios escozores y aunque todos andemos con los barbijos casi hasta los ojos, una vez que te dan la cana, ya estás fichado, aunque te cambies el color de ojos y complementes al tapaboca con los lentes negros.

Todos tenemos debilidades que no conseguimos controlar por más excelentemente entrenados que estemos. Las mías son las motos y las mujeres, en ese orden. De las segundas me defiendo bien. Aprendí de mis errores. Pero lo de las motos, es involuntario. Por eso miré la Honda Ray y mientras la miraba, la deseaba, me enamoraba de ella y la quería para mí, se superpuso ese escozor de «carajo, Cuervo, metiste la pata», delator y tremendo. Y debe ser, justo por eso, que el tipo se levantó la visera y los ojitos se le achinaron con la sonrisa de «caíste, chorlito». En este laburo te vende la boludez más ínfima, no las cosas grandes. Esas las dominás. Pero el paso en falso radica siempre en lo nimio, lo que te sorprende sin pensar.

Además, y pensándolo razonablemente, todos en más o en menos conocemos los movimientos de los otros. No puedo pretender mucho tiempo de anonimato, al menos entre mis pares. Entre pares, solemos darnos alguna manito en pos de un objetivo común, aunque a veces nos dedicamos a obstaculizarnos porque tenemos objetivos contrapuestos. Me ha pasado y más de una vez.

Te arruinan o arruinás operaciones, porque los objetivos se superponen en vez de coordinarse. A veces se avisa. A veces no se avisa. Depende de la importancia general del resultado y de cuántas cosas joda conseguirlo.

Le digo al Avispa, que es el jefe de campo, que hay que centrarse no en la punta del ovillo sino en la cola. «Sabemos desde donde se mueve el muñeco, pero lo verdaderamente importante es “hacia dónde” se mueve», le recalco. Un laburo así puede llevar años, no dos meses, porque el que me precedió no movió un puto dedo en esa dirección.

No le digo al Avispa que su jefe anterior se estuvo rascando los huevos cuatro años. ¿Para qué se lo voy a decir? Hay que mirar para adelante y resolver, no quedarse en el pasado y protestando.

¿Qué pasa que nadie les exige a los de este lado? A los de allá nos tienen cagando y a los de este lado, les dejan la soga tan larga que nos termina ahorcando a todos, porque la financiación de la muerte tiene más hilos que una telaraña y la misión de la que se forma parte no es puntual y referida a un hecho y un sitio, sino que es global.

Se lo digo al Avispa, casi como un concepto filosófico que tienen que asimilar él y todos los demás.

—No se trata de defender a nuestro país, como hacen otros estados. Nosotros defendemos un pueblo ¿entendés? Un pueblo, que está por todos lados y que en donde lo encuentran, lo matan. Es un blanco general.

El Avispa me observa porque parece ser la primera vez que se topa con un patriota de la raza.



Bitácora del coronel

Definitivamente no es el mate ni el agua ni la yerba ni un puto carajo porque a nadie le pasa, excepto a mí.

Voy entrando en la resignación. Me tomo esta especie de asco como una penitencia que debo cumplir. La acepto. La asumo. Me la bebo.

«Por fin te dejaste de joder con el mate de mierda», dicen mis camaradas.

Los miro mientras ciño los labios a la bombilla y respondo que «es el cáliz de hiel que debo beber».

Mis dos amigos dicen «bueh… qué mañanita tenemos» y ponen cara de haber ido a misa y estar confesados.

—Debo ser yo… ¿No dicen eso ustedes? —insisto en el particular— Debe ser que tengo la garganta amarga.

Ellos dicen que sí. ¿Para qué darle más vueltas a mis torceduras?

En la portátil, sobre la barra de tareas, leo el pronóstico del tiempo. «Ensolarado», dice. Descubro esa palabra y descubro que nunca la escuché antes pero me gusta. Crea en mi mente algunas imágenes acerca de estar envuelto por el sol.

—Ensolarado debe ser lo contrario de ensombrecido —digo, reflexivo—. Siempre se aprende algo.

Mis camaradas me miran. «Si no sabés vos, que sos el que escribe», murmura el Freaky.

Me gusta la palabra porque resulta algo novedoso, estimulante. Algo que no sabía y ahora sé. La repito en voz baja dos o tres veces y mis amigos se ríen.

—¿Qué? —les pregunto— Es algo que no sabía.

—Ya es decir… —sigue el Freaky con la broma.

Hubo un tiempo en que mis camaradas se reían porque decían que yo tenía la capacidad de conocimiento de una enciclopedia. No se explicaban cómo podía saber tanto de tantas cosas. Yo contestaba siempre lo mismo que contesto ahora: «Me gusta el conocimiento por el conocimiento mismo. Por eso todo me interesa».

No soy igualmente eficiente en el plano emocional.

David, otro de mis amigos del comando, solía decirme que desarrollé tanto el cerebro que no le quedó espacio al corazón.

Depende en qué circunstancias es así.

La que atravieso ahora y que estoy tratando de apagar a palazos y machetazos como a un incendio en las sierras de mi provincia, es producto de algo emocional. La única forma que encuentro para mi libertad, es matar esa descomposición emocional que embadurna con sus mocos mi razón y mi perspectiva.

Cuando me miro al espejo en la mañana para encajarme los putos lentes de contacto, veo cómo agoniza ese elemento triste y conocido que ocupa el fondo de mis ojos. Lentamente, transformo a ese otro en un desconocido para mí. Lo destruyo un poco cada día para que no consiga destruir mis equilibrios.

Pero lo veo. Resiste, haciéndose preguntas de las que ni él ni yo hallamos las respuestas. Él las busca aún. Yo prescindo de ellas, porque lo único importante es este resultado de hoy y aquí.

Intento que ese del fondo de mis mierdas muera pero tiene la condición de resucitar que comparte conmigo o yo con él.

Es como el mate. Su sabor horrible perdura.

El dolor íntimo tiene un sabor horrible. Para no sentirlo todo el día encima de mi lengua, es que quiero eliminar del alma esas papilas que me transforman en algo que no soy: un perro solitario, en el fondo de una casa, esperando a un dueño que no regresará por él. Cada vez más flaco y más sediento.

Para no permitir esa agonía, rompo a dentelladas la cadena y quizás, este sabor amargo y despiadado que le encuentro a las cosas, es el sabor a sangre y podredumbre de mi propio mordisco.



במשרד

Al cabo, la percepción intrusiva se diluye. Uno deja de percibirse como un intruso que se ha apropiado del sillón, la biblioteca, la casa y la familia de otro.

Suelo sentirme así cuando llego a un lugar en el que el personal se queda pero la cabeza ha sido cortada. Es una sensación interior. Me acompaña, nada más. Yo, hago lo que tengo que hacer o lo que llegué para hacer. Lo que pasa conmigo no le compete a otro más que a mí.

Para estos de hoy, resulto ser una novedad atractiva. Se los noto. Un tipo que usa drones, que analiza palmo a palmo las reuniones menos pensadas y es capaz de decirle a su hacker «ahí hay un teléfono, dame todos los datos», señalando a un tipo en la pantalla que bien se puede estar rascando la cabeza o acomodándose el cuello de la camisa –porque la suya es una figurita que apenas se ve–, les altera un poco la percepción de servicio que tenían.

«El hijo de puta está en todo», escuché que les decía el Avispa, mientras yo iba al baño.

Uno se gana los espacios. Lo hace a pulso. Incluso, los que –como yo– rompemos los sistemas estancos. Trae sus consecuencias y genera sus odios, pero es parte del juego.

El liderazgo de un equipo es más importante que la jefatura. Comandar y liderar no es lo mismo. Comandante es un título. Líder, es un lugar ganado.

Algunos no van a reconocerte jamás esa cualidad porque los desplazás y resultás invasivo. Generás una competencia que ni siquiera está en tus planes, porque el que hace, hace. Nació para hacer y (valga la redundancia), no sabe hacer otra cosa que hacer las cosas.

A veces –y esas son las mejores, como parece ser este caso y fue el caso de mi comando–, jefatura y liderazgo coinciden esplendorosamente. Es cuando la gente se encolumna detrás. Lo percibís. No hay esa resistencia sórdida generada a través del «¿y éste quién se cree?». Esa resistencia termina siempre mal. Muchas operaciones se cagan por eso.

Los que no reconocen el mérito de que estés ahí, te boicotean en vez de beneficiarse con tu capacidad. Algo los reconcome y se genera un clima de mierda por el que –si no estás preparado– la unidad natural se fractura.

Pasa en todos los ámbitos. En algunos no importa. En otros, como este, sí.

Los tipos sienten que están haciendo un curso acelerado y que el entrenamiento que recibieron hace mucho, se les quedó bastante corto ahora que están todos a campo en este paraje ignoto del mapa de tensiones.

Estas «corresponsalías» siempre están enclavadas en la zona gris. Pero después de la última guerra, el avispero se sacude y alguien, desde allá, recuerda este acá, neblinoso y larval. Es un «focus». Miran, repentinamente y ven solamente niebla. Entonces se preguntan ¿por qué hay niebla? No llegan sus ojos a penetrar el espeso manto de piedad que envuelve a la inoperancia y optan por un ventilador que lo disipe. Luego, cuando todo se calma, la niebla regresa con pasmosa lentitud y el focus desaparece en el próximo olvido.

Para mí, lo que piensen allá no tiene demasiada importancia, porque mi realidad es acá, hoy por hoy. Mi realidad es post guerra y previendo la que vendrá.

Así que mi gente está como más a gusto protagonizando la película que haciendo de asistentes de vestuario.

Conseguimos, ya –y debo decir que es todo un logro por parte de estos muchachos– tener monitoreados a unos cuantos de esos que atraviesan la criba porosa de Migraciones e incluso son capaces de entrar y salir como si se desmaterializaran o se los llevara un ovni.

No se ve demasiado de esas desmaterializaciones por acá porque la niebla nos tapa a todos, pero que haya niebla no significa que los objetos y sujetos no tengan inmersa en ella su tangibilidad. «Están, pero no se ven», les dije a mis muchachos.

Después de todo, estar pero no ser visto es parte fundamental del mettier.

Me divierto. Me gustan estas cosas porque son estimulantes y desafían la capacidad de respuesta y la de asombro. Cuando eso se me pierde, tengo que hacer esfuerzos sobrehumanos para mantener la cosa funcionando. Más aún, si nadie me acompaña más que mi propia obstinación.

Tarde o temprano, esa obstinación de la que estoy dotado comienza a ser un lastre de mí mismo. Una bola de plomo en mi tobillo. Mi testarudez y mi capacidad de entrega pasan a ser eso: una sujeción que me atormenta porque es siempre y solamente eso, una sujeción y nada más, sin otra perspectiva.

Me pasa en todo. Incluso en el amor, aunque de eso, si debo ser honesto, se más bien poco y nada.

Y además, prefiero no saber. Que mis fuerzas converjan en el trabajo es evitar la otra adicción, porque el amor también es adictivo si es del bueno. Lo aprendí. Como todos, supongo.

El Barrilete me da los datos que consiguió sobre el tipo y su teléfono.

No usaban antes toda la tecnología que tienen porque creo que el que me precedió no sabía usarla o no tenía demasiado claro para qué servía tener todo eso. Yo la he usado hasta en regiones de África que resultan imposibles de ubicar en un mapa.

Pero todo eso depende de la mentalidad del que está al frente. Si te quedás en lo chiquito, todo lo tuyo va a ser chiquito y vas a tener objetivos chiquitos y resultados chiquitos.

Hay demasiada gente que no entiende esto último, en todos los ámbitos.



Bitácora del coronel

Día doce.

Como estoy entretenido, la vida pasa rápido. Cuando la vida pasa rápido, te das cuenta de lo sumergido que estabas y de por qué eras un infeliz de mierda que no acertaba con su mal.

La vida pasa rápido. Tiene ahora ese vértigo imprescindible para que funcionen todos mis motores al cien por ciento.

Desde esta velocidad, la vida me embriaga. Tiene para mí ese tipo de pedo alegre que libera tensiones y te pone ligero.

Soy consciente. Venía viviendo en un pedo triste. Venía viviendo en un mal pedo. En uno de esos en que te descoordinás, no sos demasiado dueño de tu motricidad y tus reacciones están enlentecidas, empastadas, atrapadas por los mocos del pedo triste que te envuelve. Perdés efectividad, por más que luches porque parezca que todo es normal o que todo está normal. Perdés reacción, perdés estímulo. Perdés. «Te» perdés.

Antes de perderme o cuando me di cuenta de que si seguía así lo depresión que te provoca estar sumido en ese tipo de pedo se vuelve irreversible, dejé de beber lo que bebía.

Una cosa es que los que han vivido una vida como la mía tengan síndrome post traumático y otra muy diferente es que uno se lo genere por obstinado en reflotar lo que está hundido en las profundidades abisales. Llega un punto en que el abismo también te devora o te genera esa asfixiante frustración que te da tu propio hundimiento. El abismo te ahoga. Perdés tu capacidad de nadador. Te dejás ahogar. Y las sogas no llegan, porque uno gastó todas las que había en reflotar el Titanic, sin conseguir siquiera saber dónde estaba el Titanic.

Es como cuando para ascender te sacás el lastre de buceo. A veces se te termina el tubo y cuando te das cuenta, estás con ese mareo raro. Entonces necesitás ascender rápido hacia el aire puro y te sacás el lastre, porque todavía estás a tiempo de darte de cuenta de que tenés que desprenderte del lastre si querés sobrevivir.

Después, cuando te recuperás y si sabés dónde está, bajás por aquello que dejaste, pero de otra manera, con un tubo nuevo y un fin nuevo: recuperar el cadáver de lo que abandonaste para no morirte.

Mi parte noble siempre fue un puto lastre. Cada tanto, me hundía de más. Se ponía pesada. Tenía esa absurda capacidad. Entonces, yo soltaba el cinturón de peso y ella su hundía. Es la única forma de respirar. Soltar. Ahogar para no ahogarte. Matar para no morir, como en la profesión.

Al cabo, la supervivencia pasa por ese lado.

No la extraño. Hace demasiado que esa parte de mí se dedicaba a joderme la vida. Más me jodía la vida, más crecía y me arrinconaba, pese a que yo le decía: «cuando te estés muriendo, soy el único que te va a salvar».

Quizás fue una puja. Mi parte noble, a la que le puse un nombre ridículo porque siempre la consideré ridícula en todas sus expresiones, pensó que iba a poder conmigo. Que lo que hacía la volvía más noble, más humana, más posible.

Fue una más de todas sus estupideces. Hay que ser estúpido para pensar que lo noble tiene un espacio en alguna parte que no sea dentro de su propia estupidez.

La autodefensa es egoísta. Yo soy egoísta. Me preservo y no está mal. Nadie lo hace por mí. Más bien, resulta lo contrario, incluso conmigo mismo o con esa parte que decidí eliminar definitivamente.

Este es un territorio hecho con mafias. Todos pertenecemos a alguna, aunque se les ponga nombres recoletos.

Como necesitaba una satisfacción para estar todavía un poquito más contento, me traje la moto.

Además, es un aviso. Y el que avisa, señores, no es traidor.

 



במשרד

De camino, compré un perfume. «Me» compré un perfume. Es sutil, inaparente, pálido. Tiene un dejo frío, astringente, como si fuera de madera cítrica.

La vendedora no me lo ofreció. Me tuvo oliendo otros, supongo que estimó ella más acordes a mi fisonomía de tipo en moto con campera de cuero y botas. Algo como un pendeviejo, digamos, cosa que no me molesta porque algo así debo ser además de parecer. Ya me lo dicen mis amigos: «esa mina te apendeja y te portás como un adolescente». No hablan de mi mujer.

Creo que cuando uno quiere en serio, se apendeja, por más centradito que se sea. Ellos me conocen. Piensan que me he dejado apendejar y que ahora empecé a levantar cabeza, a recuperarme. Aunque los efectos me duren como si fueran la secuela de una enfermedad que los va soltando por goteo a lo largo de un buen tiempo de convalecencia, estoy encontrando el eje.

Que me haya amigado con el mate asqueroso, ya es decir. Me resigné. En ambos aspectos me resigné.

Como no me gustaba ninguno de los perfumes que me ofrecía, la mina se bajó media estantería de importados cada vez más caros y más caretas. Perfumes de esos que le gustaban a mi hermano y que se compraba por montón, para después dejarlos envejecer en su cajón de los perfumes, porque no le alcanzaban las horas del día para usarlos. Ni las horas del día ni los días de la semana ni las semanas de los meses. Filas de perfumes carísimos que se ponían rancios.

Le expliqué a la mina que un perfume es parte de un momento emocional. «Más allá de la personalidad de cada quién», le dije, «lo que más influye en la elección de un perfume, es el momento emocional que estás pasando». La minita abrió los ojos como si le hubiera hablado el oráculo.

La que hablaba conmigo no era la empleada que atendía a la señora coqueta que buscaba una paleta de sombras, sino la dueña de la perfumería en la que recalé.

Quiso saber cuál era el mío, por supuesto, a ver si ella acertaba con la fragancia. Era una de esas veteranas que se buscan un hobby que las independice de sus rutinas, una vez que los hijos ya volaron y el marido las aburrió.

Estaba muy bien conservada y tenía un trato fino, así que pese a parecer un perro de la calle, hurgué dentro de mí a ver si me salía el universitario escritor. Como para no desentonar con la gentileza señorial de la mina, claro.

—¿Tenés perfumes de autor? No de marca. De autor —dije.

—¿De colección privada?..

—Sí. Esos exclusivos que suelen sacar los diseñadores de moda… masculinos, claro.

Hay lugares en el planeta donde podés encontrar hasta lo más inverosímil. Las zonas francas donde podés mercadear hasta a tu madre.

Yo había visto, al entrar, lo que ahora estaba pidiendo y la mina, muy bien dispuesta, me condujo hacia allá.

—Este es —le dije, después de oler en el cartoncito ese de catar perfumes que te dan, el que después compré.

Ella también lo olió, a ver cuál era el momento emocional que me hacía decidir por un perfume que, evidentemente, no me representa o no pega con el fisic du rol.

(Este diario debería llamarse así «Fisic du rol», porque es la tercera vez que escribo esas palabras).

Dijo que era un perfume de los que se consideran «leves».

A mí me gustó la palabra.

—Cuando precise otro más potente, vuelvo —le dije, después de pagar en efectivo. El dinero físico no se puede rastrear, como sí se rastrean las transacciones bancarias.

Sentí la mirada de la mina en la espalda hasta que la moto me sacó de su campo visual.

No hay mujeres en mi equipo. Eso no es novedad y creo que todos saben por qué. Sí, en cambio, tengo un chico gay. Debe ser por eso que notó el perfume.

—Ay, jefe… olés a tristeza —me dijo, riéndose. Yo le dije que ya se me iba a pasar.

 



Bitácora del coronel

Día quince.

Ya creo que es un record. El trabajo a destajo me evitó el síndrome de abstinencia. No pasé por él. Más bien, tengo euforia, por más que el perfume que me compré huela a tristeza, como dice Reclu.

Hablando de él, ya venía con ese apodo. No se lo cambié. Tampoco pregunté si era por recluso en el closet. Si no fuera porque tiene un refinamiento raro, uno se inclinaría a pensar que más bien lo criaron cincuenta hermanas y doscientas tías y por eso tiene ese dejo.

Uno de los primeros días, me agarró en el baño. Estaba preocupado por mis actitudes, supongo que un tanto «machirulas», como dicen las militantes feministas argentinas refiriéndose a comportamientos típicos de los hombres, que vienen a ser los machos de la especie de la que ellas son las hembras aunque no les guste.

Reclu me agarró en el baño, como para estar a solas y que después los otros no lo estén jodiendo.

Me explicó su elección sexual y me preguntó si eso «podía molestar mi percepción de él».

Creo que mi cara le dijo todo lo que quería saber el pobre chico, pero por las dudas le expliqué que «lo que hagas en la cama no es asunto mío porque lo que hagas en la cama no te hace diferente; lo que hacés en la vida, sí».

Después me enteré –porque siempre hay uno que ventila– de que mi antecesor lo traía jodido y humillado. Y que no perdía la oportunidad de plantarle la bota en el cogote.

También, supe que le decían Reclu porque se lleva de puta madre con la putas –y que no hay mejores informantes que las putas lo sabe todo el mundo– así que Reclu obedece a «reclutador».

El Freaky me llamó la atención sobre la moto. Me dijo que era «demasiado farolera».

«Ya sé que a vos te caben esas motos faroleras y estrepitosas, pero esa es demasiado de las dos cosas», me aleccionó, mientras trataba de desengancharse de la trama de suéter uno de esos aros larguísimos que usa, y agregó, sin dudar: «cambiala por otra más ciudadana».

Tan contento que estoy yo con la moto.

El Japo lo secundó al toque. «Tiene razón. Es demasiado botona esa moto», se apuntó a destruirme la ilusión de poderío y vértigo que la moto me produce.

Los mandé a cagar y ellos repitieron en un coro de ángeles: «es por tu bien, pelotudo».

También yo lo sé. No es que no lo sé.

Igual, por acá se ve de todo. Parece que uno viviera en un camelódromo montado por las mafias de todos los países del mundo. Todo por acá es lícito y se hacen pocas, cuando no, ninguna pregunta. Es una especie de «nodum maleficum» con el que no se mete nadie. (Espero que se escriba así. Mi latín siempre fue un desastre. Todavía no sé cómo lo aprobé en la facultad. Es más, a veces sueño que no lo aprobé y que me falta Latín para obtener el título).

La cosa es que padezco de una euforia extraña. De aquella tristeza pringosa que me hacía mierda la vida antes de tomar la decisión que tomé, pasé a este estado.

No me gustan las oscilaciones en mi temperamento. Me hacen sentir bipolar, que no es lo mismo que dual. Yo soy dual, aunque ahora, luego de haber extirpado al pobrecito llorón, este es el resultado: la tranquilidad que me aleja de esa melancolía pringue en la que estaba atrapada mi parte noble.

¿Qué hice? La amputé como la única solución posible, así que ahí se quedó, en alguna parte, toda pegoteada a esas sensaciones que ya no padezco.

Sé que la moto es farolera, pero hay muchas motos faroleras y autos faroleros por acá. Parece que todos pudiéramos darnos esos gustos excéntricos en este espacio de poder, sin que la excentricidad sea un valor excluyente que centre las miradas.

Ya que estoy en otro plan de vida libérrima, por qué no hacer algunas cosas que no hice nunca porque siempre fui un animal austero y estoico, que se importaba demasiado poco como para pensar en importarse un poco, por encima de lo que le importaban todos los demás.

Decidí importarme un poco y no está mal. Ya dije. Necesito ser egoísta y probar cómo me queda el egoísmo. Ya que parece que a todos los demás les queda de puta madre, algo bueno debe tener.

La tienda de ropa es de las más cara de por acá, que aunque sea acá, también hay de esas que son de las más caras, como hay de las que son de las más truchas.

Elegí la más cara de las más caras, por una cuestión de aprendizaje. Casi como el tema ese del perfume triste.

Después de todo, ya comprobé del todo que ser de la otra forma no sirve para una mierda.

Siempre se está a tiempo de girar el timón.



במשרד

El tiempo de esta zona está chiflado. O bastó que me haya comprado ropa de invierno para que ahora haga un calor de los de mi patria.

Ya sé que acá es así, pero hace mucho que no vengo por estos lares. Uno pierde las referencias. Las olvida. Como no las precisa, las borra. Ocupan mucho espacio, como toda la mierda de la que no aprende a deshacerse.

Tengo que empezar a practicar y agarrar rápido el training de entender que lo que se percibe como que sobra, es de verdad una sobra. Que los pesos no son percepciones que «parece» que aplastan. Son pesos. Y los pesos te impiden la libertad de movimiento.

El grupo trabaja bien.

Hablando de pesos que se aguantan porque están ahí, se sacaron de encima el de mi antecesor y ahora funcionan que dan gusto y se gustan. Somos efectivos.

Como soy un paranoico de mierda, llego siempre muy temprano. Demasiado para el gusto de María, la empleada que limpia. Se siente controlada conmigo ahí.

Ese es el objetivo. El control de todo es parte del ordenamiento de las cosas.

Quizás antes, ella podia andar pispeando, porque nadie le ponía el ojo. Ahora, cuando llega, yo ya estoy. Debe pensar que no tengo casa y que duermo acá.

El otro día me trajo unos chipacitos «para que desaiune». Los había hecho ella y estaban realmente ricos. Desayunamos juntos, porque la convidé. La hice sentar conmigo y conversamos. Se cohibió mucho y me dijo que yo era «raro». Le contesté «eso dicen, pero ¿quién no?».

Quiso saber si tengo familia. Si estoy casado. Si tengo hijos. Esas cosas que parecen las más normales de preguntarse entre dos que conversan para conocerse.

Yo hice todo eso porque la mina viene tan temprano a limpiar, que realmente debe precisar el mango y cuando quise saber algo de ella nadie supo darme muchos datos. No me pareció que mis hombres supieran que existe.

En nuestra conversación le dije que no, que no tenia familia, que estaba divorciado y ella sonrió como si mis palabras refrendaran una conclusión a la que ella había llegado primero.

Acá no hay Face Off. Uno tiene que fabricarse el suyo propio de acuerdo a sus necesidades y a los parámetros que pueda cumplir sin pisarse. No te dicen: «tu cobertura es tal y tal» y te tienen arreglado un papel que tenés que aprender. Más de ser una «corresponsalía» de algún periódico extranjero, no pasamos. Y eso es todo ya que mirando con simpatía el ámbito laboral, eso es lo que parece y a veces es más logro parecer que ser.

Quizás la minita pensó que desconfiaba de ella y que por eso yo la jugaba de jefe amable. Si fue así, evitó que lo advirtiera y se mantuvo, ella también, en su papel.

El descaro es parte del asunto. Si no tenés cara de piedra, no servís. Y además, estamos medianamente conscientes de que la mano izquierda nunca sabe nada de su par, la derecha. Ni siquiera los que te mandan, saben realmente qué mierda hacés en ese lugar al que te mandaron porque cómo cumplas el objetivo, solamente es de tu competencia.

No puede ser el calor que está haciendo. Parece un puto verano, así que ando en remera. No tenemos aire acondicionado. Solamente un par de ventiladores que espanten el tufo húmedo. Igualmente el pronóstico parece decir –aunque podría ser una de las tantas fake news del medio en cuestión– que se nos viene encima una ola polar de envergadura.

Mientras avanza el asunto que me trajo hasta acá, hay una calma plana en el resto de mi vida. Es para lo que sirve alejarte. Todo se estabiliza tal como era tu aspiración al irte.

El grupo funciona. Es homogéneo. No hay elementos disruptivos que alteren las funciones de cada quien, aunque al principio estuvieran un poco desconcertados frente al jefe que les mandaron. Se acostumbraron rápido a mí. Los veo entretenidos, con empuje, llenos de ganas de sentirse eficientes, así que nos llevamos bien. Nos estimulamos los unos a los otros y eso es muy bueno para conseguir los objetivos.

Avanza la vida. Sin trabas, sin ataduras, sin condicionamientos avanza la vida y estoy vivo.



Bitácora del coronel

No sé qué día es. Ya no llevo la cuenta.

Me reconozco en mí, como este que realmente soy. Me tranquiliza mirarme en el espejo y ver este que soy. El otro fue muriendo. Lo tuve agonizando demasiado hasta que lo maté.

Soy el definitivo.

Me expresé. Dije lo que sentía. Me expresé sin temor a nada. Quizás, fue eso lo que me faltó alguna que otra vez o todas las veces en que no me expresé.

Que soy callado no le es ajeno a nadie y es por eso que escribo para que se me entienda.

Ahora, creo que ya he terminado el exorcismo y aquí estoy, espléndido demonio que se quitó por fin al ángel imprudente que tenía amarrado a alguna parte que ya no existe en mí.

Tenía que pasar.

Es la sana violencia del renacimiento.

Y aquí estoy, con las furias intactas y ungido de horizontes.

Como dije alguna vez: quedarse atrapado en las heridas es no querer sanar.

 

 

(Del libro: Del trabajo de a-gente -y otras leyendas urbanas-)

 

Participan en este sitio sólo escasas mentes amplias

Uno mismo

En tu cuarto hay un pájaro (de Pájaros de Ionit)

Un video de Mirella Santoro

SER ISRAELÍ ES UN ORGULLO, JAMÁS UNA VERGÜENZA

Sencillamente saber lo que se es. Sencillamente saber lo que se hace. A pesar del mundo, saber lo que se es y saber lo que se hace, en el orgullo del silencio.

Valor de la palabra

Hombres dignos se buscan. Por favor, dar un paso adelante.

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Poema de Morgana de Palacios - Videomontaje de Isabel Reyes

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Las Malvinas fueron, son y serán argentinas mientras haya un argentino para nombrarlas.
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Feria del Libro de Jerusalem - 2013

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Acto de fe

Necesito perdonar a los que te odiaron y ofendieron a vos. Ya cargo demasiado odio contra los que dijeron que me amaban a mí.

Irse muriendo (lástima que el reportaje sea de Víctor Hugo Morales)

Hubo algo de eso de quedarse petrificado, cuando vi este video. Así, petrificado como en las películas en las que el protagonista se mira al espejo y aparece otro, que también es él o un calco de él o él es ese otro al que mira y lo mira, en un espejo que no tiene vueltas. Y realmente me agarré tal trauma de verme ahí a los dieciseis años, con la cara de otro que repetía lo que yo dije tal y como yo lo dije cuarenta años antes, que me superó el ataque de sollozos de esos que uno no mide. Cómo habrá sido, que mi asistente entró corriendo asustado, preguntándome si estaba teniendo un infarto. A mi edad, haber sido ese pendejo y ser este hombre, es un descubrimiento pavoroso, porque sé, fehacientemente, que morí en alguna parte del trayecto.

Poema 2



"Empapado de abejas
en el viento asediado de vacío
vivo como una rama,
y en medio de enemigos sonrientes
mis manos tejen la leyenda,
crean el mundo espléndido,
esa vela tendida."

Julio Cortázar

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.
1a. edición - bilingüe