La calle es indisciplinada. Tan llena de escombro y estrago que bien podría no ser una calle sino apenas un trazo que se ha abierto empujando cosas para formar un borde, un corredor despejado dentro de un acúmulo variopinto que evita trepar por sobre él a hombres y vehículos pero que no permite más que un tránsito caótico en que se mezclan autos y rebaños con gente que anda a pie y que no se aparta frente a los bocinazos de los impacientes.
Todo es una ruina multiforme sobre la que flota ese polvillo que le es tan natural a los desastres y que, aunque el sol esté alto y lujurioso, oscurece la luz.
La ciudadela ha soportado angustias varias y se ha puesto fiera como se la ve porque la tensión de los que viven en esa sordidez empedernida es un animal que se respira dentro de su propia invisibilidad. Está ahí, dispuesto a todo, para sobrevivir. Está ahí, quieto, hecho de piedra translúcida, pronto a eclosionar en su esperado movimiento de defensa.
Hay una imprevisibilidad en todo lo que ocurre y que también resulta previsible, porque esa espira de miedo y de violencia ha atrapado a todas las personas en una rutina de reactivo terror.
Entonces, en esos momentos en que la calma parece el solapado presentador del cataclismo, la mejoría antes de la muerte y todos esos espacios de presagio, puede verse a la gente caminando hacia el mercado que ocurre en un área a cielo abierto donde se enfilan tenderetes estoicos; puede verse a los hombres en algún café, contándose minucias de la propia costumbre; o pueden verse niños que intentan todavía ir a alguna escuela que permanece en pie o que, simplemente, juegan a matarse en las calles, porque es lo único que han visto hacer desde su nacimiento. Hay muchos gatos que se procuran alimento y no hay perros que los espanten o que compitan por ese menester.
La ciudadela difícil tiene, además, sus barrios más difíciles, en los que resulta imposible entrar si no se conocen las consignas del caso o si no se domina de alguna manera el código que rige en sus murallas. Allí pasa de todo y mucho más de lo que pasa en las zonas donde los hombres aún beben su té o las mujeres caminan hacia el mercado. Las catástrofes están hechas de márgenes.
Haber hecho experiencia y saber cómo usarla cuando de esa experiencia se precisa es el mejor aliado para sobrevivir. Saber qué decir, cuándo callar, cómo callar. Saber enfrentar o saber bajar los ojos cuando no se debe enfrentar. Todo tiene su código específico que a su modo resuelve la vida de la gente y de todo aquel que lo conoce. Códigos extraños, en los que habita un increíble e incrédulo honor como un poco de ese polvo suspenso que todo lo cubre.
Hay lados en los mapas y sucede que un lado no consigue leer correctamente al otro, por eso se pierde en sus diversas anfractuosidades en vez de caminarlas como son. No hay terrenos más o menos difíciles si el hombre se adapta a esos terrenos sin intentar cambiarlos. Solo son terrenos. Otros terrenos.
No se puede nadar en roca sólida ni se puede escalar una marea. Pero el hombre se obstina en el dominio de lo desconocido y no en su comprensión. Comprensión y dominio no son la misma cosa.
Mientras camina, el hombre piensa en todo eso. Se van fijando en su propio mundo las imágenes, como en un álbum al que recurrir para cerciorarse de los hechos puntuales.
Su vida es su propia capacidad para la experiencia y él lo sabe y utiliza todo ese bagaje cada vez que ese bagaje es requerido. Lo utiliza de la misma manera práctica a como utiliza el arma que lleva sobre los riñones y bajo el faldón suelto de la camisa. Camina con soltura mimética entre gente que no lo mira pues no lo ve extranjero. Ese hombre se parece a todos. Es uno más que anda por la calle, camino del café donde lo esperan.
En su ruta a pie, se da tiempo para un pequeño intercambio de gambetas con un grupo de niños que están jugando al fútbol. Luego, prosigue caminando con un aire liviano, que el arma en sus riñones no entorpece porque él la siente como un órgano o un miembro más de su anodina anatomía.
Todos los que son como él andan armados por allí, aunque no lo parezcan. Los demás, son todos esos que forman parte de esa pátina de terror oscuro que habita y ensombrece.
En el café, alguien alza la mano. Los dos hombres se desean la paz, luego se besan y comienza la negociación.
(Fragmento de: Posición de combate)