Vouyeur
Suelo imaginar que tu piel
es una especie de ciudad nostálgica
superpuesta de barrios arrendados por hondos inmigrantes
y por okupas tristes.
Edifican sus casas al borde de tu boca
y cuelgan sus jardines de tus labios
como si debieran sus ensoñaciones
a babilonias viejas
y su tiempo
fuera apenas un ente que habita en el pasado.
En cambio, yo nunca he sido una ciudad.
He sido un extraviado a todas las ciudades
y un ciudadano de las extranjerías.
Un nómade o un trashumante del olor a hembra
que alimenta de historias muchos vicios románticos
y se permite la profunda pulcritud del silencio.
Si alguien hace preguntas
me refugio en hostales miserables
donde nadie quiere saber nada de mi presente
y donde el pasado es la moneda de pagar la vida.
No entran los de piel clara en esos sitios.
Y sin embargo,
puedo observarte desde la ventana rota de este cuarto roto
mientras crecen bajo tus labios los jardines ajenos
y cultivás palomas.
A veces, esas palomas caen de sus vuelos
como palomas muertas.
Me he preguntado si no son mis ojos los que las detienen
para que no te vayas.
Arte de magia
A veces, la ausencia es una imperiosa necesidad.
Tengo ese problema de las sobras.
Para cerrar mi equipaje debo sentarme sobre él
como si se tratara de un caballo indócil
al que debo domar los retortijones del espíritu.
Le crecen brazos monstruosos a todo ese interior
que no termino de despanzurrar apropiadamente.
Ni cortado en pedazos cabe con orden
en las histerias de llevar el alma.
Cuando llegan visitas a la habitación rota
ese puzzle infernal hace silencio. Siempre hace silencio.
Y aunque no lo esconda bajo la cama
es como si estuviera allí, oculto
con todo su demonio devorador de sueños aguardando
por los sueños promiscuos.
Hay veces en que él y yo nos masturbamos frente a la ventana.
Del otro lado están tus paisajes,
tus cartas con membretes invencibles,
tus otros pájaros que han cruzado el mar
y tus huéspedes, sentados a la mesa con vajilla
y cubiertos de plata.
He tratado de imaginar
esa felicidad que levita en tu alféizar y en la que nada sobra
como parte de mi propia vida.
A veces lo consigo
y lloro.
Tras la barrera
Para recordar, mi memoria no necesita
hacer algún esfuerzo intolerable.
Lo que no puede es olvidar, no consigue olvidar,
como si se tratara de un campo de prisioneros apiñados
que no apuestan a huir y no logran morir.
Por tanto
permanecen atrapados en sus propias heces
tras las alambradas, perviviendo.
Pelean entre ellos, se devoran y se reconstruyen
con pedazos de otros devorados, una y otra vez.
La jauría de esos prisioneros no sabe cantar
y posee demasiados ojos.
Muchos quisieran haber nacido ciegos.
De tanto hacer silencio, la lengua se les ha terminado.
Son asesinos mudos y supremacistas
que compiten por la realidad.
Hay demasiados en ese campo de prisioneros
tajeándose los brazos con la concertina
el día de abrazarse con sus sombras.
Desde tu ventana no se ven,
arracimados y menesterosos,
cuando piensan en el pan extraño de tus senos.
Apoyo la frente sobre el vidrio roto de la ventana rota
en la habitación rota
y ellos sangran sus últimas dulzuras.
Imaginario
Si te contara todo lo que siento
me dirías, imagino, que estoy apedreado
por un sentimiento de desubicación.
Dirías, imagino, que hay otras cosas
además del dolor recurrente.
Hay otras cosas. Yo también lo sé.
Mirarte es una de ellas, a través del cristal de la ventana.
Te miro como al más comprensible de todos los paisajes
porque es el que elijo para tranquilizar mi incertidumbre.
Que lleguen otros viandantes no me gusta.
Siento un enojo triste
porque ensucian los predios devastados de luz
con sus minucias y sus declamaciones.
Montan anfiteatros, cantan ópera, fabrican recitales de rock
y llenan los espacios con botellas que contienen mensajes.
Aquí no hay mar.
Desde mi ventana, solo acudo al oleaje de tus ritos
cuando te veo a solas con las rosas fugaces de tus manos.
Imagino que esas manos cocinan para mí
las palomas que mis ojos matan para que no te vayas de mis ojos.
Pedrea
He olvidado las fiestas.
A través del cristal,
mi mundo de refugiado anodino
se esconde de tus fiestas con música.
Me llegan sus sonidos de fiestas invasivas
y me privan de verte en esa soledad que compartimos
cada uno en su cosmos.
Tus invitados
me hacen el mismo efecto que me hacen tus viandantes
cuando pisan el huerto donde las amapolas se embriagan
con sangre de palomas.
Es un mal efecto que me devuelve a la trashumancia.
Quiero irme. No permanecer en esta privación.
Pagar la renta de este pequeño cuarto
que me enseña tu mundo
y alejarme hacia un paisaje en el que no haya música
capaz de distraerte de mis ojos
aunque siempre estés ajena al grito de mis aves rapaces
y mis aves rapaces sean mudas
como aves de piedra.
Trasluz
Estás en tu ventana con tu ropa ligera
y, mientras te miro, trepa sobre mi escasez la mansedumbre.
Las cosas etéreas me producen una rutilante indefensión
y en esas ropas de vapor liviano
se transparenta lo goloso de tu mundo volátil.
A veces compartimos no estar enraizados a las viejas costumbres
y te imagino transformada en cosas que alzan vuelo
como los dandelions que deshace la mano de la vida.
Entonces, te pienso así, con condición de un ala efímera
que me roza los ojos
como si se tratara de una metáfora de mujer.
No sonrío.
Disfruto de esa sensación de ligereza
yo, pesado de muertos
como el cuerpo de un hipopótamo de fieltro relleno de cadáveres
que al verte se aligera
hecho un globo de gas que gana la altura de la imaginación.
Suplico que no cierres la ventana para que pueda verte
en ese espacio de tranquilizadora soledad
donde tu luz restringe la boca de mi sombra
y manda a fracasar a mi demonio.
Así,
desde este puerto de emigración constante,
desde este hostal vacío de los buenos propósitos,
el extranjero devora con diarios mordisqueos
la dulce evanescencia de la vida.