
El viajero
A veces , aparezco como un equipaje aborrecible
destripado en la cinta frente a un atónito oficial de aduana.
Las vísceras inútiles, las que no aprendí a usar,
sangran ahí, sin remedio.
Es lo único que saben hacer, por otro lado.
Están ahí, tan inútiles como desparramadas.
Trato de justificar su pertenencia inventando historias que no logro creer.
Pero a los otros les gustan mis historias
y por eso sigo llevando ese manojo de colgajos
en la maleta en que no van las armas.
Funcionan, esos despojos tantas veces desgajados,
como funciona la reminiscencia.
A su través,
todo se recuerda distorsionado según el deseo que pongamos
los que escuchan la historia y yo, mientras la cuento.
Me la cuento, una y otra vez, intentando dejar detalles atrás
y recuperando los que dejé antes que a estos que pospongo.
Aunque siempre es la misma historia.
Solo pospongo, versiono, corrijo. Solo prueba y error
como la dilación de un resultado que no quiero alcanzar.
Pero todo ese amasijo masacrado siempre viene conmigo
porque ambos servimos
depende cuándo
y depende dónde
al extraño propósito de seguir con vida.
Culinario
Añoro por la tarde –es siempre por la tarde–
esos largos momentos de tu boca
mientras yo deshago la maleta sangrienta delante de tus ojos.
Lo hago por la tarde porque sé que no estás
y entonces, –porque sé que no estás–
elijo los colgajos, los muñones de las mutilaciones,
los desesperados orificios de salida de una 941 que acertó en la frente
y despedazó la cabeza de un niño.
Los desparramo objetivamente frente a mí,
como si preparara una mise en place.
Hay una truculenta suculencia en tantos ingredientes
pero mezclarlos termina por ser tóxico
así que los combino a mi manera,
con rabioso ascetismo, para no empalagarte
–o para no espantar tu paladar–.
Me da un delimitado morbo hacerlo así.
Un morbo contenido que me duele.
Luego,
cuando la oscuridad secunda la cena de mortajas
y vas por mis rincones encendiendo un velerío rojo
como una bruja fiel,
destapo la bandeja de tu miedo
y en su aliño de sangre
late mi corazón.

Espíritu del hielo
No sabría confesar por qué regreso así.
O por qué soy así.
Tan solo soy así,
como los huracanes y las enfermedades que no tienen remedio.
La vida por mí se desliza imbricada lo mismo que una venda.
Una capa intenta contener la sangre de la otra
y así, al cabo de una cuantas superposiciones
ciertas partes parecen las de una momia egipcia.
Vaya a saber qué cosa hay debajo de tanto esparadrapo.
A veces te retrae mi frialdad de muerto pobrecito
y acusás a mi hielo
de que nunca va a servir para preparar un buen gin tonic
¡con lo que a mí me gusta el Bloody Mary!
Las caricias del frío son difíciles. Producen escozor
y si se repiten y repiten, causan una quemadura extraordinaria.
Pero regreso así, como si fuera tu propio Polo Norte,
rígido y atolondrado por la fragilidad que apaño en la maleta de colgajos
hasta que pueda desarmarla
o armarme.
Es algo que, al día de hoy, no tengo claro.
Cada vez hay más trozos de carne congelada en la maleta.
Búsqueda de alimento
Siempre me alegra que no te hayas vuelto vegana
a partir del asco o del espanto.
Eso está muy de moda como las modas cool
pero vos –como yo– sabíamos que el hombre es un ser carnicero,
un devorador solo nacido para la depredación y el exterminio,
así que un día chocamos en las ruinas.
Es el destino así.
Heridos, sin cazar, nos olimos la sangre
y me dijiste que la tuya es negra. «Solo mi sangre negra…», me dijiste.
La mía, no sé qué color tiene pero hiede, te dije.
Se pudrió, debajo de tanto esparadrapo.
Hiede, insistí, como el dolor o la miseria
o hiede como el grito que en una sola voz descompone a la muerte.
Hiede a las flores de los cementerios
y a los cementerios que no tienen flores
y en el fondo, a un animal de pelo, como un cerdo o un lobo,
o como un viejo guepardo que agoniza debajo de las moscas.
¿Quién juega mejor a lo espantoso entre nosotros dos?
Si los pacatos de nuestros vecinos oyeran nuestras conversaciones
empacarían y huirían a lomo de sus estrellas apagadas.
Nos dejarían, solo para nosotros, esta último Alepo,
esta última, intacta, desordenada ruina que subsiste
en el territorio de los sismos.
Pero aquí cada quién juega con su propia baraja
y recoge las ganancias de su propio y solitario juego.
Nosotros, trotamos de través, intentando
que los viejos cristales cuando de vez en vez estallan todavía,
no nos corten los ojos.

Orientación de lo hermoso
—¿Qué haces con una rosa en el hocico? —preguntaste al pasar.
Y yo dije que puedo oler la sangre de una rosa.
—La acabo de exprimir —añadí, mostrándote mis dedos.
Luego, arrastré ese perfume por tu rostro y te tizné los labios
con esa boca púrpura de jugos e infectada de espinas
porque la rosa parecía una boca dulcemente deshecha por un puño.
—Todos los monstruos son, en el fondo, románticos —dijiste—.
Es lo que siempre dices.
Y yo quise llorar pero no pude.
Tu boca recupera el vigor de tanto en tanto
si te pinto los labios con la lengua de lamer la espina.
Intento que te bebas mi extraño Bloody Mary hecho con rosas
y busco un disfraz en la maleta de la destripaciones
para que rían tus ojos un momento.
—¿Parezco un payaso a medio hacer? —le pregunto a tu risa.
Porque suelo ser un adefesio hostil y sin embargo
puedo clavar las flores de tus pómulos aquí, en mi espejo oscuro,
para que tu rubor urda la luz.
Jaima
Hay cierta zozobra melancólica
en esto de amarse a través del dolor.
Asumimos vivir en un mundo fantasma
que revive, una vez por semana, su naufragio
y nos divierte la monotonía del dolorimiento que se nos predestina
porque
es lo que hay.
Alguien nos predijo y aquí estamos,
ablandados por los malos días
como si solo entendiéramos de idiomas desiertos y fogatas
que se van apagando por falta de alimento.
Pero vuelvo a la jaima que tendiste con las velas rajadas.
Vuelvo a la jaima, una y otra vez,
a rumiar mi descanso de camello lujurioso
mientras tus conjuros me protegen
y tus manos limpian con esmero ritual
los remordidos bordes de la herida.
Nos quedamos así, sangrantemente quietos,
como si fuera cierto el lograr amanecer.
