No voy a argumentar.
He argumentado hasta la insensatez
desde hace mucho.
Desde hace demasiado.
No puedo argumentar.
¿Qué argumento usaría
frente al dolor en armas que ha dejado de verme?
¿Qué palabra inusual interpondría que no haya dicho antes?
¿Qué recurso, para encauzar tu boca de regreso a la mía?
Acepto lo que digas, lo que sientas.
Mi lengua no se fue.
Mi mano no se fue.
Mi pecho no se fue.
Yo no me fui. Nunca me fui.
Ni siquiera, cuando me fui, me fui.
Nunca pude alejarme lo suficiente del centro de tu boca.
Perseveré en lo fiel, aun cuando dejaste de mirarme
o estabas distraída,
ocupada,
o simplemente ausente de todos mis deseos de caricias.
Pero acepto el reproche sin desesperación
porque soy un buen perro
y asumo la devastación de mi mordida
cuando reclama el aire de tu aire.
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Pienso, con esta serenidad que me hace fuerte:
Ya no soy a tus ojos un animal espléndido.
Aquel esbelto guepardo de otros versos que habita en la sabana
con su larga soltura impredecible.
Estoy consciente de esta marchitez
y de este lado amargo que ya, reiterativo,
ha perdido la fascinación de aquellos tiempos
en que besarnos no era una rutina.
Siempre había un sitio a descubrir entre nosotros,
un nuevo mundo allí, a pedir de boca.
Nos mudábamos a sus riberas con la adolescencia y el amor intactos.
Por aquellos días
estrenábamos el regreso a una niñez intrépida.
La desatorábamos de nuestra propia historia sin niñez
y éramos a la vez la imprudencia y el vértigo.
¿Puedo hablar de castillos en el aire por más que sea un tópico?
Éramos un amor extravagante. Dedicado, suicida, extravagante
que pocos o que nadie comprendía.
Una visión del mundo.
Desde el dolor, una visión del mundo.
Desde el amor, una visión del mundo.
Un poco como ahora.
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Por momentos
regreso al cuarto de las lluvias
como si se tratara de una tormenta premonitoria
oculta en un arcén de las derivas.
Me imagino el lugar y lo recorto de este lugar actual
para pegarlo en el collage de las historias enormes,
donde las fotografías de tu nombre en mi boca
aparecían hechas con la dulzura de un merengue suizo
que me atormentaba las retropapilas
de un sabor a proeza.
Estabas allí.
Yo también estaba allí, pedestre como un rudimento,
con mi actitud de macho desquiciante por estar desquiciado
y esta fragilidad de torpezas sumadas y de aciertos sin nombre
con los que te untaba las manos de preparar manjares.
Recorto la imagen y la dispongo entre las palabras suculentas,
especiadas y suculentas,
palabras pobladoras.
Me enseñabas a hablar sin balbucear sonidos de babuino
como si enseñaras a danzar al fuego
con tu boca de acuíferos granates.
Siento nostalgia de todas esas cosas.
Quiero encontrar la colección de risas y revolcarme en los abecedarios,
panza arriba,
como el mastín de antes que dormía a la puerta de tu jardín de especias.
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Hemos sido felices.
De eso, no tengo dudas hoy por hoy.
Solo un deseo desesperante de regresar a ese estado de gracia
y a la inconsciencia obtusa del amor.
Digo obtusa solo en el buen sentido.
Yo no dudo de que hemos sido muy felices juntos
y de que hemos reído todas esas veces
en que nos pensábamos dueños de una desorbitada eternidad.
Extremos y difíciles,
mundos que colisionan y forman otros mundos
en un estallido de colores absolutamente nuestros,
con todo lo que tiene de inverosímil lo que refracta el alma.
Colores multivalentes, como una bandada de estorninos
abrazados al aire,
completamente metafísicos,
completamente mágicos,
completamente voladores y perpetuos,
destellantes como un fragor.
Inexplicables. Vírgenes. Primarios.
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Mantuve cohibida a la violencia
porque estabas ahí.
Siempre mantuve cohibida a mi violencia,
sujeta a la droga milenaria que destilaba el verbo entre tus adarajas.
Eras una construcción para asaltar
que nunca fue asaltada por las voces de guerra de los bárbaros.
Entonces, me mordías.
Me mordías y yo, por esas cosas que tiene el pan del alma
dentro de mí, me transformaba en fruta.
A veces, era una fruta hecha solo con piedra ácida
y me ardían los dientes de morder
al morderte los dientes.
Pero la mayoría de las veces, era apenas una fruta caliente,
un poco de pulpa triste ya pasada de punto bajo el sol de la tarde.
Me mordías
con tu piedad que resguarda a demasiados peregrinos
y una lágrima.
Me mordías mal, de forma carnicera, como hoy.
Y yo, tozudo y temperamental como los burros
masticaba la escarcha de tus techos de vidrio
para que vieras como sangra el canto.
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Ahora,
que hemos envejecido de demonios,
tu boca me conoce un poco más.
Conocés algo más del animal perpetuo que muerde lo que ama,
y se rompe el testuz contra la ausencia.
Conocés algo más de la amargura,
del tiempo de impiedad en que levanto la boca destrozada
y blasfemo de pie contra tus muros
como un niño ridículo que no aprende a llorar.
Suspendido en la lágrima de arena,
tu mano de caudal
me desbarata como al limo viejo
porque yo no quiero hacerte daño en esta correntada de mis leyes.
Entonces, estoy triste.
Me vuelvo un papel triste,
arrinconado por los mundos que añora desde lejos
y que siempre te han pertenecido.
Aunque pienses que no,
tu boca es solo mía, para siempre.