A
veces nos ponemos melancólicos como cartas. Permanecemos en silencio largos
ratos de pánico en que nos olvidamos de vivir como si jamás hubiéramos vivido.
Nos
acomodamos a la estupefacción de todo lo insólito y permitimos que esa cosa
incomprensible nos envuelva el aliento, la respiración rítmica, la mirada que
vaga, las manos en suspenso. Nos mudamos casi sin darnos cuenta, igual que una
gota de sudor desliza y cae sobre una superficie de la cual se evapora
suavemente.
Este
oficio te aleja de la vida, te la pone a distancia, como una de esas imágenes
de Escher en la extraña perspectiva de su singularidad y ya no sabemos dónde queda
“nosotros” si es que nosotros quedara en el sitio patético destinado a uno mismo.
La
vida pierde interés. La vida propia y la vida ajena pierden ese interés que la
sociedad quiere otorgarles y se vuelve tan sólo un hecho que ocurre en lo
salvaje. No tiene otra solemnidad que la reflejada en los discursos que hablan
de la vida y tratan de volverla un algo igualitario donde todo lo cierto es
desigual.
Pero
subyace aquello de que morir no es una opción que nos obstinemos en tomar ni
aún en desventaja y eso implica soltar todo lo atávico que permite a la bestia
su defensa, en la que sí, la muerte es no una opción sino un resultado que
puede darse o no y hasta que no sucede, no se sabe si puede suceder.
Por
eso hemos despedazado los barrotes y atacamos con furia a nuestros carceleros
hasta hacerlos añicos con las manos.
Los
hemos atacado cuando dormían su momento de seguridad y de victoria y el
fotograma que registra el hecho parece de película. Una película llena de
hombres lobo que han desatado una orgía desde el más iracundo de los márgenes.
Ahí
vivimos nosotros. En un lugar oculto, tangencial, que queda siempre afuera de
lo que el resto ve.
Vivir
así te transforma en impío y te condiciona a una conducta herética para con la
heredad del bien.
Se
aprende que no existe. Que el bien es algo que no existe y que sólo existe el
acto de amansar la fiera acorralada para atrofiarle el trance reaccionario.
Todo es una sucesión de estímulos por sobrevivir a las catástrofes. Casi una
mecánica vitalista condicionada a lo involuntario e igual de involuntaria que
la respiración.
Entonces,
todo es sangre y más sangre, ya no importa de quién porque todas las sangres se
confunden en las tomas de clímax de películas gore.
El
poder es de quien tiene la absoluta indecencia de ostentarlo desde el abuso,
porque para eso se hizo el poder, para abusar de él, para no contemporizar con
el sumido, para asentar la violencia de la supremacía y solamente lo hacen los que
lo entienden así hasta la impunidad, aún en desventaja.
El
poder es una concepción de la libertad. Hago porque puedo y puedo porque nada
me cohíbe ni restringe mi voluntad de poder. Hago porque no estoy dispuesto a
juzgar mis actos y nadie me juzgará si yo mismo me absuelvo.
La
lucha es en la niebla y en la niebla, nadie reclamará por los cesantes porque
la niebla es justo eso, una cesantía de lo que se ve.
Estamos
en la niebla. Sólo somos una desaparición más en este rango de la inexistencia
que transmuta en una aparición abominable cuando se corporiza.
Somos
abominables como los demonios y los engendros porque ninguno de nosotros tiene
paz y dentro de nosotros todo es guerra.
Por
fin, alrededor, no queda nadie.
Deberíamos
soltar un aullido que llenara de bestias la espesura. Un aullido que estremeciera
de horror a todos los pájaros del mundo y que hiciera encogerse a los hombres
con armas en grutas muy pequeñas a las que no pudiéramos llegar.
Matar
a mano, no matar de lejos; matar a mano, eso es poder, dicen mis ojos que pasean
igual que una caricia por un alrededor lleno de cuerpos.
Mis
muchachos festejan como simios.
Poder
matar y no tener remordimiento…eso es poder, me digo, con soltura serena y victoriosa y casi una
sonrisa plácida de calma.
El
hombre frente a mí me observa con cuidado rabioso. Me observa como si no
debiera ser yo el que esté allí parado frente a él y pintado como un brujo
tribal con tierra y sangre.
Me
tuvo a su merced y ahora está a la mía, lo que supone toda una paradoja.
—No
les hice caso.– me dice, disgustado consigo mismo y con lo que ve– Me lo advirtieron,
pero yo no les creí. Me lo dijeron: “Ten cuidado con él… se especializa en encontrar
personas en lugares que ni siquiera existen y en sacarlas de allí sin que esos
lugares puedan volver a existir jamás”. Negocia conmigo, jew… ¿Cuánto quieres
para dejarme ir?
Piensa
en coltan el que está frente a mí, piensa en diamantes, piensa en armas y en
las especies que lo enriquecieron sin ver que el verdadero poder está en no tener
ambición. Cuando no hay ambición, nada perfora tu núcleo de poder y entonces el
poder se transforma en poderío.
Dogu,
Huarky y el alemán intercambian suspenso en las miradas.
—Estoy
sobrevaluado.– le respondo–Hazte la fama, diría mi abuelita. Demoraste demasiado.
No se puede demorar el matar, porque se pierde el poder.– señalo el alrededor
con un gesto de mi mano sana– Esto…es poderío.
—Pon
un precio.– insiste, persuasivo, mi interlocutor– Sólo pon un precio.
—Tu
vida no vale nada.– le contesto– Lo mismo que la mía. No valen nada. Por eso
nos dedicamos a estas cosas. Nos divierte apostar la vida, ver cuantas manos
dura, hasta regatearla alguna vez. Elegimos un bando y nos debemos a él sin
fanatismo. El juego se trata de cuántas piezas se le pueden quitar al otro
bando…y demoraste. Yo no demoré.
A
mis compañeros no les gusta cuando filosofo, pero ninguno opina. Continúan
detrás de mí, silenciosos y sucios. Parecen una galería de tristes estatuas con
óxido.
Mis
muchachos festejan como simios mientras se hacen felices con las armas.
Sé
que tuvieron miedo, un miedo ronco a morir de rodillas, con las manos atadas a
la espalda, golpeados e indefensos y sin chances de un futuro mejor.
De
repente, dar vuelta un resultado a mano limpia, sin ayuda de nadie más que la de
uno mismo, los emborracha de inconsciencia. Tampoco piensan mucho mis
muchachos. Se conforman con ser los vencedores de una partida que ya estaba
perdida para ellos.
Ahora
resta volar el arsenal.
Miro
a la teniente Zayda un instante tan breve como intenso.
Los
ojos grises del hombre que tengo frente a mí también la miran con una lascivia
pastosa que se extingue en una mueca triste porque la violación es otra arma de
guerra. Y ahora, el tablero está al revés.
—El
prisionero es suyo teniente…A su criterio.– digo, impersonalmente– Alcánceme en
la aldea cuando termine aquí.
Zayda
es marcial como una fiera elástica que juega a devorar crías sin plumas.
Nos
vamos del lugar y la teniente se queda con sus hombres. Durante varios minutos
se escucha el chac-chac de los machetes cuando cortan la carne expuesta al
sacrificio, sobrepuesto al chac-chac de nuestras botas sobre el suelo.
Largo
rato después un trueno se propaga por el aire y tumba la floresta con sus ecos.
—Game
over.– dice Huarky sin desviar los ojos hacia el fondo violento del estruendo.
Mis
muchachos se han transformado en simios felices que festejan una hazaña con
dientes. Hacen piruetas y dan gritos de niños que relatan una película de acción
donde se hizo justicia.
Hemos
sobrevivido a la experiencia de tener enemigos implacables con los que hemos sido
implacables, también, en cuanto avizoramos la oportunidad de la sobrevivencia.
Sólo
los que nacen para sobrevivir entienden que no se puede dar ventaja al oponente
en una vida hecha de oponentes.
Sobrevivir
es una gradación en la intensidad del alma y mientras nuestro médico intenta
remediar mi mano rota me pregunto y le pregunto si ellos, por ellos mismos,
estos jóvenes feroces que conduzco, hubieran hecho lo que yo me animo a hacer
sin siquiera hesitar.
—No
lo creo.– opina el médico– Sinceramente no lo creo. Yo nunca trabajé con
alguien como usted… al mismo tiempo tan anormal y tan romántico… lo de anormal
dicho en el buen sentido de “salido de la norma”. Por favor, no me malinterprete.
Cierro
los ojos y le permito que cure mi mano como un perro salvaje permite a un
hombre restañar sus heridas sin enseñar los dientes.