Quizás debiera retatuar tu nombre
o destatuarlo definitivamente de mi pecho.
Rebanarme el pedazo donde está tu señal
y alivianar la marca que me escinde
con todo su abandono,
con todo su silencio
desde hace tanto ya
que tu nombre
–a estas alturas–
es un trazo hecho en tinta opaca
como yo.
Estoy aquí
sigo aquí con este espíritu de cosa,
este espíritu de insoportable hoja perenne
que el otoño de todos no concibe arrancar
porque siempre parece en primavera.
Pero eso no es así.
Nada es así.
Una acacia en el África remota de la ausencia tallada,
lejos de los vergeles donde el agua prodiga su actitud,
o,
–desde los viejos modos de mi nombre–
una piedra que espera el hecho irremediable:
hacerse arena al fin presa en el viento
de lo que nunca estará en el porvenir.
No entres a mi nombre
porque mi nombre tiene eso que tiene lo salino
cuando llaga la boca de quien ha naufragado
en su propio amargor.
Mi nombre
deja lentamente un rastro que lastima
las corazas lustradas y las pieles sensibles al afecto.
Es un arma. Y las armas no aman
pero requieren de quien las posee, un trato cuidadoso,
lubricación continua
limpieza concienzuda
y
saber dispararlas solo cuando es preciso.
Es mentira que las carga el Diablo
porque el diablo no existe.
Las armas, como yo, como mi nombre, como mi actitud
tienen el sello vital de su armería
con esos repujados casi orfebreriles sobre su piel metálica
fría
sólida como los muertos con su rigor mortis
y con su alma mortis.
No entres a mi nombre con tus prerrogativas y tus ansias
porque estoy de discursos hasta ese punto donde no da el sol.
Me da igual lo que pienses
si no piensas en mí al mastrurbarte.
En el jardín hay un poco de luz desesperada
como esa que va errando por mi interior sus sombras.
Amanece con voz de pájaros un verde fraudulento
que me recuerda a los tiempos mejores
cuando amanecía sobre otra juventud
con más historias
y con menos fracasos y desastres.
No ando por las derrotas como entonces
oprimiendo el cuchillo de degollar imbéciles
que, émulos de hidra
resucitaban en demasiadas cabezas similares
con las que seguir perdiendo tiempo
al intentar cortarlas.
Las cabezas ajenas no me importan
porque mi parte de coleccionista de medallas de sangre
está como esa luz sobre el jardín
Desarrolla, solo de vez en vez,
un poco de esperanza aquí en mis ojos.
Es difícil
para todas esas que se la pasan hablando
de sus chillones empoderamientos
entender en qué radica un síndrome post-traumático
o
cómo eso te aleja de las convenciones que ellas te reclaman.
Te aleja de tu ánimo
y se asienta en los sueños que no te resuelve la memoria.
Es como un quiste hidatídico
que te destruye el hígado de entender a los otros
y las costumbres de parecerte a los demás.
Pero, empoderadas y convencidas se su propia epopeya
se limitan al reclamo de su sexo versátil,
proponiéndote el hambre de su almeja
como si fuera uno y no ellas, quien necesita el alimento.
Después del síndrome,
el alimento es uno el que lo raciona
por más hambre que haya.
No espero traducirte de ida y vuelta
el canto perpetrado en los crujidos de mi piedra animal.
Soy de silencio, como todos saben,
y además, me gusta ser así de intraductible
a esa cosa del orden de tus muslos
y a esas caricias que han perdido casta.
Me dejo estar como una vieja fiera de zoológico
mientras contemplo –casi sin piedad–
tu laboriosidad de hormiga que me busca el olor.
Ya no nos resistimos uno al otro
ni guardamos las formas que no nos quedan como anillo al dedo.
Abusamos del mérito de ser
esos que se han quitado los pelechos
y estamos así
en cueros sobre un alma que no nos representa.
Yo siempre estoy pensando en otra cosa
que no tiene que ver con tu perfume
para evitar quedarme
para siempre.
Todas las ataduras me laceran los dientes de morder
y no morder.
Te dije que lo mío no es andar de sollozo
ni responder preguntas sobre qué hago y no hago.
Contesto cuando quiero y lo que quiero
y –en general–
no soy de los que dan explicaciones.
Por eso no las pido ¿queda claro?
Entonces,
no enrosques con tu lengua mis palabras
ni trabes a mis dedos con saliva
mientras niegas el fondo de mis ojos.
Te molesta esta costumbre de mirar de frente
la intención de pupila,
el rictus de la boca abroquelada,
el cuerpo que acomoda su postura.
No soy un adivino. Lo repito. No soy un adivino.
Pero tengo, sí, muchas malas costumbres
entre las que está leer los gestos
y tus gestos, a veces, me provocan la piel
de la mirada.
No dejes suelto a este animal de esperma
por los techos del hambre.
No lo abandones al filo de las lunas de junio
calurosas y apátridas,
porque todo lo desierto llama a la aventura
de encontrar alimento,
carne fresca
que huela a recién muerta por las garras.
No lo amarres al cuento de viejas travesías
por el polvo de ajenjo,
porque este animal que hiede a llamarada conoce la amargura.
Entonces, no te olvides siempre en los traspatios su mordisco
para que las vecinas corran a liberarle el cuello de tus sedas
porque es malo el olvido cuando cae la noche
sobre la voluntad de la desidia
y el animal de esperma, que no llora ni ruge,
pierde el miedo a morir en la parranda.
¿Qué importancia puede tener hoy
el uso que le doy a mis manos cuando no revuelven tu cabello?
Ni siquiera cuando estoy escribiendo
es importante el uso que les doy.
Escriben solas porque al cabo son eso:
dos animales soledades solas
que saben el quehacer de múltiples oficios
como dos rudimentos camaleónicos.
Mimetizadas, hacen carpintería con los sueños
o se van de albañiles por otras construcciones menos santas.
Mis manos, que han empuñado armas en los peores mundos
son estas dos que ves,
mancilladas por mí y mancilladoras de tus pechos casuísticos.
Quieres,
mientras te tengo así,
como un recolector de fruta que recoge naranjas,
saber cuánto he acariciado con esta falta de vocación
por los amores.
Te desdigo diciendo: «caricia no es amor»
tan solo para que eso, de mí, te quede claro.
Parece una costumbre
eso que habita en el «dejarse estar», como si el mundo
fuera una cosa inmóvil en la que no suceden huracanes
ni hay muertes por venir
ni hay recovecos del alma que cerrar
para que no se llenen de pelusa.
Tierra territorial que está reseca y en la que no llueve
el Trópico de Cáncer
ni la pasión indígena de un entonces difuso
que se aleja.
Yo busco islas jugosas,
pródigas islas en las que esmerar esta pasión de remo
para sembrar dilemas y paisajes
que dejen de aburrirme con sus ocres.
El que avisa no es traidor, vocean los heraldos
debajo de los muros corroídos
y suele ser así cuando el orín perpetuo se come la cadena
y la seda se pudre de tanto ser mordaza
para el gato cansado de esperar alimento
porque
yo nunca he sido un gato fofo
de almohadón y caricia
sino un gato con hambre de presente
y ya hastiado de ratas todas ratas con el mismo sabor.
Como buen gato me alejo a cazar pájaros
por ver si crío alas
nuevamente.