Era un hombre sensible. Trabajaba para el lado contrario. Quería gente sana y conocía las partículas del hambre en la vida paupérrima y el vencimiento de los medicamentos.
Cuando el capitán miró la foto, vio a ese hombre de traje muy holgado. Esos trajes que no se sabe si es que tienen mala confección o el tipo adentro de ellos ha sufrido alguna metamorfosis inclemente.
En aquella época, al capitán se le habían extraviado las veredas y los lados le eran indistintos porque estaba fascinado con el ejercicio de si mismo.
El hombre en la fotografía no tenía nombre. Todos le decían Von.
—Es mejor Von que encomienda, paquete o cosa.– dijo y sus dedos manosearon la foto que su superior acababa de abandonar sobre la mesa, sobre un ángulo del mapa.
El capitán tampoco tenía nombre. En algún momento se le había extraviado frente a un avasallante alias que aceptó sin chistar porque además supo que podía disfrutar de él a conciencia y a ultranza. La vida da pocas satisfacciones y en numerología, el 9 es el representante de la extrema inteligencia.
Aceptó ser el Licaón nº 9, como si con aquello alguien hubiera decidido reconocer sus extrañas cualidades para cazar historias sin fronteras.
Hacía calor debajo de los toldos y el día sonaba como un parche reseco.
Sentado como un Buda que no siente, los otros lo observaban aprontar las armas. Tenía eso de armar y desarmar con los ojos cerrados. Los cerraba como si ese sentido estuviera de más y pudiera hablar con los metales a través de las palmas de la mano.
A los otros los divertía aquella afición por la oscuridad, como si las armas y la ceguera, el frío y lo metálico, tuvieran una armonía concordante que ellos no podían percibir, pero que para Neruda estaba hecha toda de símbolos táctiles que sólo el descifraba.
Desarmaba y volvía a armar ese rompecabezas mortífero como en una carrera contra el tiempo. Luego lo abandonaba, prolijamente exacto y se dedicaba a otros asuntos.
Como no molestaba, nadie lo molestaba. Como no se hacía notar, no lo notaban.
No era dicharachero como el nº 3 o sentimental como el nº 5. No era ampuloso y verborrágico como el nº 8 ni atónito antes el mundo como el nº 6. Tenía un poco de todos y todo de ninguno. Como Von.
En la fotografía le pareció una especie de Mesías travestido como un espantapájaros.
Lo rodeaban niños muertos de hambre con rostros hechos de enfermedad, miseria y karma.
Y Von estaba allí, tras unas gafas gruesas dentro de las cuales sus ojos se perdían en el color del vidrio, como el hombre pierde su vanidad en la miseria y comienza a mirar la vida desde un foso.
Pero Von sonreía abrazando a los niños que también lo abrazaban y sonreían igual que él sonreía frente a la polaroid.
La foto había pasado por todas las manos durante el vuelo que los llevó hasta allí.
Cuando llegó al Escriba aquella imagen, le recordó a su infancia. Se vio en alguno de esos niños que abrazaban a Von y que posaban con sonrisas de niños malheridos, esqueléticos y simiescos, con sus ojos enormes de densa luna nueva oscureciendo de luz la adversidad del cielo.
Estuvo un largo rato contemplando la foto de aquel hombre y sus niños, atascados de polvo bajo toldos-refugio, abrazados, unidos, como el acto más simple entre los hombres.
—Solicito permiso para buscarlo yo.– le dijo al nº 1, extendiéndole la fotografía como la devolución de un acuse de recibo.
—Ya está...ya está El Escriba detrás de otra medalla.– bromearon los demás.
—Tantas medallas te van a doblar hacia adelante.– murmuró el nº 6 que siempre estaba atónito ante el mundo y conocía todos los nombres vegetales del latín.
—No es por la medalla.– se defendió El Escriba, pero tampoco explicó el porqué.
(De: Fotografía de Von)