“Se
me ha extraviado el sur hace ya tiempo y el norte se licúa bajo esta condición
ecuatorial. Lo ecuatorial es casi jubiloso y yo no nací como animal de frío.
Debe ser esta ciudadanía cardinal con la que mi vida desenrolla sus diversos
mapas lo que mueve mi rosa de los vientos.
Estoy
hecho un romántico y batallo contra la placidez y el eufemismo de transformarme
en cursi. Aunque podría permitirme la cursilería alguna vez, para explorarla y
quizás también, para entenderla desde su matriz. Quizás hasta me guste o me solace.
Tal vez hasta consiga alivianarme la joroba con que mi espalda se deforma y sufre.”
Mi
amigo importante termina de leer y me observa dentro de este cuerpo en donde nunca termino
de morir.
“¿Por
qué este vicio tuyo de andar por los pantanos para reconvertirlos en campos de
labranza? pregunta mi viejo compañero de la Universidad, que ha intentado por
todos los medios imponerme una cátedra que no quiero aceptar. “Una cátedra en
la Universidad no se desprecia así”, gruñe después, con académica contrariedad,
porque una cátedra en la Universidad es como una Medalla en el Ejército: un
reconocimiento a los que se distinguen (por lo menos acá funciona así). “Seguirías
los pasos de Amos”, dice aún, “tu maestro”.
Alguien
dijo una vez: “Tú me recuerdas a Yehuda Amijai”. Eso fue una medalla para mí, aún
superior a cualquier premio descomunal que me hayan otorgado en aquellos
concursos a los que renuncié lo mismo que a la fama que te arrastra a las conferencias
y a las cátedras en las universidades.
No
sirvo para esas sociedades escolásticas y eso que soy docente de alma, como se les
dice en mi otro país a aquellos que hacen de la docencia una actitud de vida y
todos los actos se le tiñen de condición docente.
Creo,
más bien, que lo que hago también pertenece a la actitud docente. Alguien debe
meterse en los pantanos y reclamarlos como campos de labranza y hacer todo para
demostrar la teoría de que la solidaridad obra mundos y que los hombres que se
dan las manos pueden hacer que deje de tambalearse la justicia.
Pero
hay que meter esas mismas manos en harina y amasar el pan de estas ideas. Con esbozarlas no
alcanza, porque la teoría precisa de una demostración para salir en algún
magazine científico.
Mientras
mi amigo importante insiste en incorporarme a las filas de la Universidad yo
pienso en los kilómetros sin agua que recorren los niños que nunca tendrán pan,
allí, donde la escuela es una cosa que apenas se sostiene en pie, como el amor.
Vuelvo
a decir que no, que no, que no, que a mí me gusta trabajar allá, donde no hay
nada, solamente miseria, pero está lleno de niños que están creciendo
mal.
Interrumpe nuestra charla la sirena que anuncia la llegada de un misil a la ciudad. Mi amigo catedrático me dice: "Maldita guerra."
Soy
el único que no corre. Miro el cielo.
Hace ya muchos años que no me pregunto qué
le pasa a Dios porque sé que no tiene absolutamente nada que ver en la cantidad de pantanos que ha fabricado el hombre de este mundo.
Imagen by Michael Hill