La última imagen que conservó del pueblo fue la de los
cuatro campanarios que no se derrumbaron.
Habían quedado allí, incólumes, llamadores de Dios aún en la
tragedia.
Sentado junto al agua, en la orilla confusa de las cosas,
llegaban hasta él los campanarios como una suave vibración marítima, desde un
lugar que ya no estaba más.
Los pocos sobrevivientes habían marchado a pie, de espaldas
al pueblo y de espaldas al mar, tratando de seguir la curva montañosa que los pusiera
a salvo en la tierra extranjera.
Resignados como a todo lo último, la gente del pueblo vivió callada
el éxodo.
El comandante Jael, tres de sus hombres y el sacerdote ruso
se quedaron.
—Déjame hacerlo, zar. Sé mucho de explosivos.– había
dicho Don Miros, justificando su retraso en el puente–Además, la gente puede andar
sin mí. Váyanse ustedes, ellos los necesitan.
El comandante se negó en silencio y el pueblo se marchó y los
dejó atrás.
—No es tu tiempo de cambiar de oficio, iepiskop. El
de sacerdote es el que te sienta. Quédate así de ahora en más. Yo haré lo que sé
hacer.
Igualmente, Don Miros se mantuvo con ellos hasta que
terminaron de disponer las cargas.
Sobre el borde del bosque se habían perfilado unos pocos blindados
que protegían la tropa de asalto encargada de dominar el gasoducto.
Los habían escuchado llegar durante la noche, cuando en el
pueblo ya no quedaba nadie.
Oyeron el sonido traído por la tierra, propagándose, igual que
una manada de elefantes que avanzara aplastando los árboles delgados que no
habían doblegado el bombardeo o la artillería, para enfrentar el campo minado como
bestias ovales, cascarudas, exhibiendo sus picos hematófagos.
—Pues mira eso...parece que sacaron a pasear el Museo de
Guerra...Anda que no es la división Pavlov del ’36.
El comandante le extendió los binoculares a Don Miros y lo
vio sonreír, con gesto tonto.
—¿Para qué quieres más si luchas contra gente con azadas?–
había respondido el sacerdote.
Ahora, mientras Jael giraba la gorra entre sus manos, mirándose
en el agua como si el rostro que observaba hubiera dejado de ser suyo,
recordaba la orden.
Había dicho cuando empezó el avance: “vámonos, no queda nada
más que hacer aquí” y luego, cuando estuvieron a suficiente espacio de ese
mundo, el estallido se extendió por todo y hacia todo, como si el día se
desestructurara por completo y la tierra completa se desencajara en el espacio.
Nadie miró hacia atrás por no llevarse nada de aquel lugar
del mundo. Sólo el fuego les untó las espaldas con un lamido rojo y calorífico,
que se perdió después, páramo arriba, sin encontrar el rumbo de los hombres.
(De: La muerte desde el páramo- ed 2012)
(De: La muerte desde el páramo- ed 2012)
Imagen: Album de la tropa