Pródromo de la cuarta parte
Observaba el
ventilador con fruición, casi con obsesiva tozudez.
Daba vueltas
sobre su cabeza con un ruido monótono a bujes que andan mal. Giraba y el ruido
se volvía una secuencia necesaria, algo que el oído reclamaba en proporción al
aire en movimiento que refrescaba con suavidad la piel ardida.
Las sombras de
las aspas figuraban -en sus desplazamientos oscilantes- alas solemnes. El ventilador
era un verdugo probo, metódico, tacaño, que giraba sobre sí, con la misma voz,
las mismas
preguntas, la misma exacta emisión de aire. Era un idioma que
colgaba del techo. Una especie de morse, torpe y ventoso, que le caía a letras –desde
otro alfabeto que no reconocía– encima de la piel.
El insomnio
siempre había participado de los hábitos de Roguiel y a veces, no le bastaba el
mar para vencerlo.
El insomnio y el
ventilador formaban la dupla apremiante, en ese interrogatorio de sí mismo.
Hacían, ambos, uno de policía malo y otro de policía bueno. El bueno era el
ventilador, que de vez en vez, le daba esa tregua dulzona, aireada, tartamuda.
—No, no…–le
había dicho al de la inmobiliaria donde consiguió aquella casa rara, aromática,
caliza y verde, cuando decidió que era el tiempo de liberar a Musa del
perjuicio que podía ocasionarle la prolongación atemporal de su estadía– el
aire acondicionado me hace mal…– en realidad había utilizado la palabra “daño”,
porque los idiomas oscilaban en sus significados, igual que el ventilador con
sus ruidos– Y no quiero teléfono…No, no. Sin teléfono.
La casa era de
esas casas que les hubieran gustado a sus mujeres.
Una casa
profunda, lujuriosa, reverdecida por una desquiciada cantidad de plantas que habían
crecido sin cultura, porque llevaba tiempo sin ocuparse y todo aquel verde
violento y cálido había impuesto su señorío en el patio interior y bordeado la
fuente que se oía clamar por su libertad de agua, desde todas las habitaciones.
Con las puertas
abiertas al cielo de la noche, dialogando con sus espacios nuevos, percibiendo
los hálitos antiguos de aquella construcción llena de tapices y de flores
demasiado intensas, Roguiel podía casi evaporarse.
—¿Por qué nadas
en la oscuridad?..– le había preguntado alguien un rato antes, cuando salió del
mar con la sal de la noche en los cabellos.
Pero él no tenía
esas respuestas. Solamente obedecía sus instintos, como un buen animal. Obedecía
a la extrañeza autóctona de su naturaleza de todos los mundos de este mundo. Entonces,
se metía en el mar con la noche espejada y total, como quién necesita
encontrarse con tesoros en una geografía toda mágica.
Se dejaba
modelar por el mar y por su oscuridad salina, intransitable, como si entre el
mar y él hubiera un antiguo pacto de devoluciones.
El ventilador
ejercía su gruñona perversidad de policía bueno y desconforme, mientras una
leve agitación en las cortinas hablaba desde lejos, como una suave tormenta
milenaria, de otras costas, allá, desde las que llegaba la señal de internet y
se veía la luz.
—¿Por qué tienes
que ser tan repugnantemente correcto?¿Por qué no usar lo que hay?– le había
preguntado David, cuando lo acompañó en aquella mudanza serena de una notebook,
una valija y un gato en una caja de veterinario– ¿No quieres comprometer a Musa,
verdad? Tú sabes que lleva años hasta el cuello y ahí sigue…
Roguiel no había
respondido a aquellas palabras. En realidad, a todo respondía pocas cosas.
—Porque es mi
amigo.– dijo, casi media hora después y luego de varias cosas dichas en el medio,
de modo que David Rojas estuvo un largo rato pensando a qué correspondía
aquella respuesta, dentro de todo lo conversado.
En el aire
sonaba Tufrial, en la interpretación de Uri Caine.
Roguiel pensó
que esa y sólo esa podía ser la música de fondo para el argumento que acababa de consolidar.
Obtenido aquel pensamiento, se
permitió dormir.
(De: El guión de Congoja)