Vuelvo a la madriguera lo mismo que un ratón infortunado que salió por el mundo a convencerse de que sólo es feliz entre ratones que sean tan menguados como él.
El lugar está igual. Este primer piso bochornoso está exactamente igual que el día en que me fui. Nadie expulsó de aquí a mis “toques personales”, como la dotación refiere a mis manías. A lo sumo, mis dos interinos agregaron algunos de los suyos.
Tengo muchas manías de trabajo. Formas, costumbres, hábitos, rutinas. No me ha ido mal con ellas. En un mundo como este, donde todos mueren y lo más sencillo del trabajo es morir en él, yo permanezco, envejezco, me perpetúo como una especie de legendario zar de causas imposibles que se vuelven posibles. Al cabo he convertido lo imposible en mi especialidad.
En mi ausencia, David, que si bien no tiene una fuerte capacidad de liderazgo sí la tiene de organizador, ha repartido tarea entre su gente.
Compartimos gente y luego, cada uno tiene aparte alguna otra que recolectó en algún otro lugar que no es este. Cierta parte de nuestra gente, como nosotros, es móvil e itinerante. Otra no, es local y está fija, atornillada.
El caso de Hari (no porque se llame Hari sino por lo de Mata y nuestra pasión por los eufemismos de guerra) corresponde a los del primer grupo.
En ciertos lugares las mujeres no sirven y en otros valen oro.
Con el correr de los años no he conseguido convencer a David de ese sentido de la oportunidad, porque a él le gusta trabajar con mujeres. Las considera más organizadas y prolijas para el trasteo administrativo y se abstrae de sus problemáticas. Además, su trabajo no es como mi trabajo y no consigue ver las desventajas que se crean en el mío y que las mujeres, en el suyo, sanean.
Ella está frente a mí y me observa. Yo también observo su camisa que el sudor transparenta.
Es público y notorio que yo no quiero mujeres en mi equipo. Lo sabe todo el mundo, inclusive David y ya debe haberla aleccionado sobre qué hacer o no a mi regreso, cuando me vean sus ojos trasponer la puerta de la cueva donde permanecemos refugiados.
Le habrá dicho que soy un animal difícil y con dientes laborales misóginos pero que ella ya está ahí, es de su personal y eso, seguramente, detendrá mis berrinches sexistas.
Le habrá dicho también algo que siempre dice: “Trata de no poner su mal humor a prueba” y luego le habrá sonreído con su sonrisa húmeda y sencilla.
Hari comenzó siendo Honey y su nombre se fue degradando de tanto pronunciarlo como una especie de gruñido, durante estos tres días. Hani más grrr terminó en Hari. Honey, quedó como parte de la honey moon que tiene David con las mujeres ordenadas en el desorden de nuestro apretado trabajo y nuestra inmunda agenda, aunque la bautizaran así no por la dulzura melosa con que habla sino por el almibarado rubio de sus ojos solemnes de camello.
Esos ojos camélidos, de profusas pestañas teloneras que parecen una bordura de chocolate amargo encima de una gota refulgente como un higo de Esmirna, ocupan el aire y el espacio y de vez en cuando, seguro que también las hormonas, aunque estén prohibidas en servicio.
Sé que no es parte de la cosecha de brevas de David, porque a falta de una Hari, trajo tres, todo un harén, por lo cual debimos ampliar nuestro dominio del primer piso del tugurio hacia otras habitaciones en otro lugares que no quedan aquí y evitar el hacinamiento corralero en que se transformó “la dependencia” (así llama David a este lugar, a falta de encontrarle otro nombre mejor).
Hari trajo un mensaje de David y está ahí, con la mirada fija en los movimientos que hago mientras intento dar una respuesta.
Le pregunto qué demonios mira con su parsimonia doradora de camello que rumia. Me mira como si fuera yo un objeto coleccionable que alguien se robó de una excavación arqueológica de las que tanto abundan por aquí.
Ella sonríe y me responde que me imaginaba de otra forma (cosa por la que les da a todos los que no me han visto personalmente antes y se dejan guiar por las oídas) y luego agrega que efectivamente debo tener algo de alien (rumores, rumores) porque soy de color… ¿ceniza?, me pregunta.
Y repite que tengo la piel color ceniza.
—No un alien. —la corrijo sin sonreír— Apenas una rata.
(De: Sensación de "moebius")