Hasta no hace mucho tiempo tenía la capacidad de escribir violentamente. Escribía con impudicia, con desparpajo, con ausencia de ley. Describía situaciones oscuras, escabrosas, terribles, y lo hacía con todas sus letras, como en una especie de regodeo íntimo y morboso, atinente a mis realidades y ajeno a las de los demás.
Transgredía con insolencia los códigos de la buena
gente que me leía alborotada y escandalizada. Yo escribía de matar como otros
hablan de sus besos. Escribía de todo lo que nadie habla —o si se habla, es en
un susurro ininteligible como para no contaminar la lengua con truculencias—, pero
yo hablaba desde mi posición ejecutora de tragedias. Nunca sentí miedo de
contar las cosas que los demás ocultan o para contarlas, las inventan. Y menos
aún, sentí temor de llamar a todo por su nombre, que para eso es que lo tiene.
Todo tiene un nombre por el que ser nombrado.
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