Recuerdo algunas secuencias, dice, solo algunas de esos últimos
días. Solo algunas, como si algo en mí no quisiera enterarse de que lo que
ocurrió fue verdad. Tuve la misma sensación de aquel día en que quise
volver, después de muchísimos años y siendo un hombre, a la casa donde viví un
poco con mi madre. Me fui para el otro lado, como si no conociera las calles o
no supiera hacia dónde va el tránsito o esas estupideces que quedan en una
incógnita que nunca develará su porqué. Como si no supiera el orden de las
calles en la ciudad y en el barrio. Me fui hacia el lado contrario; me metí en
contramano con la moto y por lo menos anduve una cuadra y media, hasta que me
di cuenta que en vez de buscar esa casa, me alejaba de
ella. Algo de aquel momento también fue así. Nunca más pude hacer pie en el mundo.
Pero eso es algo que sé yo, solamente… Es algo que sé yo, solamente.
Resulta inexplicable que ese hombre que parece
lejano, que parece implacable, que parece una metáfora de alguien nacido para
ser muy odiado, tenga los ojos tan llenos de lágrimas; tan, tan llenos de
lágrimas. Y que esas lágrimas que brotan desde una cueva íntima en la que se
esconde un animal con zarpas, puedan ser tan mansas mientras caen, piensa el
sargento con quien el coronel comparte una cerveza mientras termina de llegar
la tropa y anochece.
Ese sargento y ese coronel se conocen hace muchos
años. Han trabajado juntos muchas veces en viejos tiempos bélicos de aquellos
de entrecasa, como el que los ha vuelto a reunir. Son dos hombres mayores que,
sin embargo, conservan ese aspecto de vigor juvenil que provee un físico
entrenado. El sargento detesta correr con la tropa. El coronel ama correr, con
la tropa o sin ella, ya como un viejo padrillo que declina pero al que la
libertad vuelve aguerrido y lozano.
El atardecer los ha reunido con serenidad diáfana.
Ellos también atardecen, como el día, en un tono sangrante, mientras beben y
encuentran minucias de sus vidas que contarse.
Roig, el sargento, sabe mucho de su coronel. Tienen
una rara afinidad en el dolor; en ese que no cura ni se alivia ni se olvida y
que cada tanto recrudece como si fuera nuevo, siempre nuevo. También tienen
afinidad en el humor, porque a pesar de que el dolor nunca se transforma en
cicatriz, no se regodean en él, solo lo portan como lo que es: parte de ellos.
Los dos hombres están hablando de la muerte de los
seres amados. Hablan mientras comparten la cerveza y ese poco de sol final,
antes de que la anochecida les eche encima un aquelarre de bichos tropicales
que busquen devorarlos, como todos los días a esa misma hora en que se
apaciguan los músculos y el corazón comienza a latir despacio y sin temblores.
—Éramos estúpidos e idealistas, imaginando que
íbamos a salvar de la injusticia al mundo y entonces peleábamos por eso, por
arreglar lo malo de las cosas. Después envejecimos, mi hermano se hizo rico,
supo pasarla bien, incluso metiéndose en unos líos burdos, más creo yo por no
perder la impronta de idealista romántico arreglador del mundo que era para él
como una especie de aventura, que porque no tuviera conciencia de lo inviable
del mundo. Él lo entendió enseguida. Yo demoré bastante más y si te digo, Roig…
no sé si entendí realmente que el mundo que nos toca es imposible de
solucionar. Él se piró. Yo me quedé y acá estoy… tratando de ver si consigo más
gente que intente arreglar el mundo. Como en el dicho ¿viste?... para que
avance el mal, alcanza con que el bien se quede quieto.
Roig empezó su cruzada antinarco después de que su
hija muriera por sobredosis. Él estaba en el norte, lejos, aislado, en un
destacamento inhóspito perdido no en el mapa sino hasta del mapa, muchos años
atrás, cuando todavía narcotráfico era algo que pasaba en otro lado que no
quedaba en el país de Roig.
El coronel lo aprecia realmente y confía en ese
cerrillano retacón de ojos profundos y bigote extraño al que le gusta la
nouvelle cuisine.
Lo mismo es capaz de cocinar una nutria que una
iguana o cualquier cosa salvaje que camine delante de la mira de su fusil de
asalto y transformarla en un manjar que deja cualquier papila atónita.
A veces comparte la cocina con la señora azul de
las cabañas y se los escucha intercambiar recetas y reír, como dos cómplices en
un bote de especias, que reman con cucharas de madera en el mar del sabor.
—Usted no perdió un hermano, León… Usted lo que
perdió es un hijo… ¿Cuántos años hace que nos conocemos? ¿Diez? ¿Once? Ambos
seguimos igual de incurables… —dice el sargento Roig y abre dos latas más de
una cerveza helada y seca— Es el dolor de un hijo muerto lo que siente. Se lo
aseguro. No se nos pasa ni a usted ni a mí. A los hijos uno los llora así. Todo
lo otro se pasa, porque es la ley de la vida ¿vio?
—Hay días en que no puedo con mi alma…
Roig hace un gesto apenas, un gesto diminuto, que
le indique al doliente coronel que haga silencio, porque la tropa escucha,
llega, ocupa el aire íntimo, revoluciona las últimas bocanadas de sol y, piensa
el sargento, no es bueno que los vean a los dos ahí, tan lastimosamente
trágicos con sus largos dolores invencibles. Deben verlos como lo que son, dos
piezas monolíticas en el duro engranaje del entrenamiento.
El coronel gira lentamente los ojos, siguiendo el
gesto que le ha hecho el sargento y mira allí, reclinado en un travesaño de la
galería, alejado de ellos, al muchacho que los escucha porque no quiere ser
irrespetuoso e interrumpirles esa intimidad en que las confesiones se hacen ritos.
—Buenas tardes —dice y vuelve todos sus pasos sobre
sí, como si la debilidad del dolor no fuera suya.
—Buenas tardes —responde el muchacho a media voz y
baja con pudor los ojos verdes.
Despacio, se retira, como alguien que se lleva
entre las ropas un objeto litúrgico, hurtado de la iglesia en que ha irrumpido.
(De: Porque lleva mi nombre)