Se observó en el espejo. Y allí, mientras recortaba con minucioso esmero esa sombra de barba que perpetuamente le cubría los rasgos como una pátina de cuidada dejadez, vio las ojeras nimbándole los párpados.
Las conocía. Eran el primer síntoma. Luego venían todos los demás.
El estrago empezaba por ellas, como un cono de sombra que avanzara ganando todo el rostro.
—Maldito virus.– murmuró en voz alta y continuó civilizando la barba que luego de varios días aparecía con inculta vocación haredi.
En el espejo había cicatrices. Tantas cicatrices que el pecho amplio de compulsivo nadador parecía un mapa escrito por tragedias.
Pero las tragedias no estaban allí, sobre esa piel de morena violencia, sino adentro, en las zonas donde nadie era capaz de aventurarse, porque Roguiel era un matador de excursionistas. A nadie permitía peregrinar a sus secretos tórpidos ni a sus fosas comunes.
Sólo exteriorizaba de él lo que él deseaba exponer del amplio territorio de su espanto. Lo revelaba con un humor ágil, casi despreocupado, juvenil, verborreico, como si fuera un muchacho retozón, inconsciente del límite que poner a su boca.
Todos pensaban que era fácil conocer a Roguiel, porque él se manifestaba con vocación de animalito simple al que le gusta hablar de sus hazañas y apuesta confiado a todas las ruletas.
Tenía los ojos hondos y gastados, a veces impermeables y a veces habitables. Y la sonrisa estrecha, torva y ácida, que podía transformar a placer en un gesto gentil que reservaba para poca gente.
Mientras pensaba eso, el prit, prit del satelital lo llamó al orden.
—Se filma en exteriores.– dijo David Rojas, desde su extremo del aire, al hombre que miraba al hombre en el espejo, responder un llamado a lo real.
—Copiado.
—¿Sucede algo?
Las ojeras de ese color rojizo, casi achocolatado, eran el primer síntoma. Después, llegaban todos los demás.
—No.– respondió Roguiel, conformando la ansiedad de aquel hombre macizo con el que había caminado el mundo entero recopilando historias que no le interesaron nunca a nadie que no fuera él.
David Rojas lo conocía bien, como Guido y tres o cuatro más para los que su corazón aparecía, como en una prestidigitación emocional desde aquel país de sombra interna que era su interior.
Abandonó el espejo, recogió sus elementos de trabajo de sobre la mesa y salió de la casa envuelto en el aroma habitual de la medina como en una tempestad de jazmines y pescado.
(De: El guión de Congoja)